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YO AQUÍ PODRÍA VIVIR



Indonesia es rotundamente mi país favorito del mundo. Lo supe casi desde el primer día que lo pisé y lo reafirmo tras varias visitas. Mi primer pie en Indonesia lo puse en el aeropuerto de Medan, en la isla más occidental del país, Sumatra.


Desde aquella ciudad gris y abarrotada hasta nuestro destino en la selva, se suponía que había un trayecto de 4 horas en coche. Por lo que nos pudiésemos encontrar, decidimos contratar el transfer con el alojamiento, así que al llegar, un simpático chaval que hablaba un inglés bastante rudimentario, nos esperaba en el aeropuerto con un cartelito con nuestros nombres. Todo un lujo antiaventura que no dudamos en permitirnos.


Para llegar a nuestro destino debíamos cruzar la ciudad. Tarea nada fácil en un día habitual, pero especialmente tediosa en el día que nos tocó vivir. Al poco rato de adentrarnos en las avenidas de aquella mancha de cemento y tubos de escape, nos vimos atrapadas en un atasco monumental. Según avanzábamos intuíamos un barullo de gente, una multitud cortando las calles. Preguntamos al conductor, pero no conseguíamos entendernos. De repente creímos entender algo…


-¿A bomb? ¿Ha dicho que ha estallado una bomba?

- No no no. No bomb.


No había ninguna bomba, ni ningún atentado, sino una manifestación a favor de los refugiados rohingyas. Nuestro cerebro había completado la información que no nos llegaba con “país musulman = terroristas” “país musulman = atentados”. Tras descubrir nuestra equivocación brotó de nuestra garganta una risa nerviosa. Y aquel pequeño susto desencadenó en una absurda conversación.


  • Oye Sheila, si pasase algo, ¿la embajada nos rescataría, verdad?

  • Hombre, supongo que intentarían hacer algo.

  • Supones no. Si nos pasase algo en la selva el embajador vendría a rescatarnos en helicóptero. ¿A que sí?


Me dio la risa…


  • Pues no se tía, supongo que el embajador tendrá mejores cosas que hacer que venir a rescatarnos a la selva porque nos ha picado una serpiente. Si nos pasa algo, ya llamaremos al seguro y nos apañaremos.


  • No quiero que me hables de serpientes ni que me digas esas mierdas. Si para no morirme de un ataquito de pánico necesito que me digas que el embajador va a venir a rescatarnos en helicóptero lo haces y punto.

  • No te preocupes. Si pasa algo, el embajador lo dejará todo y vendrá a rescatarnos en helicóptero.

  • Gracias.


Obviamente, ambas sabíamos que eso no era cierto, y que estábamos en camino del lugar más remoto en el que habíamos estado en nuestras vidas. El trayecto transcurrió entre bufidos, pensamientos no compartidos, miradas cómplices y alguna que otra cabezadita. Tras salir de la ciudad, lo único que se veía al mirar por la ventanilla eran plantaciones de palma. Al final anocheció y ya no podía verse nada. Eso hacía que apreciásemos mejor la multitud de baches del camino que nos hacían dar saltitos en el asiento aunque circulásemos a 40km/h. Teníamos hambre, así que el conductor nos paró en uno de esos restaurantes hechos para el turista en el que los drivers se llevan la cena como comisión. También intentó de paso ligar con nosotras a través del traductor.


Al final, tras 8 horas de trayecto, y a las 12 de la noche el coche se detuvo en mitad de una carretera. Nos hicieron bajar mientras un chaval jóven que nos esperaba fuera y que sí que hablaba inglés nos explicó que en el pueblo no podían pasar los coches, así que desde allí deberíamos ir andando. Fuera, la oscuridad lo envolvía casi todo, a excepción de algunas zonas iluminadas por alguna bombilla colgada de un cable. La humedad envolvía el ambiente, y algunas gotas comenzaban a caer. Cerca se oía el sonido de un río corriendo embrabecido. Bajamos una cuesta entre casas destartaladas con tejados de chapa, que aportaban a la melodía del ambiente el repiqueteo de las gotas contra el metal. Al fin llegamos al río, ante un puente colgante fabricado con cables y maderas rotas.


Comenzamos a cruzar aquel puente destartalado despacio, envueltas de oscuridad, y vigilando de no meter el pie en ninguna de las tablas rotas. El puente se movía sin parar. Cuando llegué a mitad me detuve y miré a un lado. La luna se colaba entre las nubes, y resaltaba la espuma que hacía el agua al chocar veloz contra las rocas del río. Se apreciaba la silueta de la jungla alzándose majestuosa a unos metros de distancia. Algunos alojamientos destacaban iluminados, y a la orilla del río podía verse el fuego de un par de hogueras. Me invadió la paz y me invadió también el entusiasmo. Respiré profundo.


-Yo podría vivir aquí- dije.

- Eso ya lo he escuchado más veces- Replicó Olgui.

-Sí, pero esta vez es enserio.


Cuando llegamos al alojamiento todo estaba desierto. Nos recibió un chico jóven con un piercing en la oreja y fumando un cigarro.


-¿Queréis una cerveza?


La respuesta a esa pregunta siempre era afirmativa. Mientras hablábamos nos empezamos a liar un cigarro.


-¿Marihuana?- Preguntó.


El corazón se me aceleró. En Indonesia, la posesión de drogas se castigaba con la pena de muerte, y la marihuana era una de las drogas más perseguidas en el país.


- ¡No, no! Dije asustada. Es solo tabaco de liar.


A ver si iba a resultar que por un malentendido el embajador iba a tener que venir a rescatarme en helicóptero de una cárcel de Sumatra.


-Ah, aquí todo el mundo fuma marihuana- dijo despreocupado.


Preferí no contestar, pensando que podía ser una trampa.


-¿Queréis que hagamos una pequeña fiesta en la hoguera?


Nos miramos, las dos sabíamos, que al igual que nunca decíamos que no a una cerveza, a pesar del cansancio y las ganas de coger una cama, tampoco éramos capaces de rechazar una proposición de ese estilo. Fuimos saltando rocas y riachuelos hasta la hoguera y Lilik, que así se llamaba el chaval, nos invitó a sentarnos sobre unos troncos alrededor de la hoguera, mientras él se colocaba en otro con su guitarra en el regazo y comenzaba a rasgar las cuerdas arrancandole bonitas canciones. Aquello actuó como llamada y poco a poco fueron apareciendo otras personas, que vagaban por el pueblo, o que se dirigían a sus camas, y que al pasar por allí se unían a la música con sus voces e incluso con alguna otra guitarra en una sintonía perfecta. Así pasaron las horas, entre música, risas, y cigarros aliñados, hasta casi la llegada del alba. Y alrededor de esa hoguera y sin que mis ojos hubiesen podido apreciar aquel lugar bajo los rayos del sol, ratifiqué interiormente mi afirmación...


Sin duda alguna, yo podría vivir en aquel lugar.


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