
Estoy volando. Ahora ya sobre las nubes. Esas mismas nubes que llevan días cubriendo el cielo y descargando agua sin descanso. Vuelo, y la ventanilla me queda lejos. Pues en las aerolíneas de bajo coste se convirtió en un privilegio difícil de conseguir si no se paga un costo extra.
Antes de sacar el portátil para escribir me debatía también entre algunas otras opciones. Por un lado, cavilaba si lanzarme a una conversación con la mujer que se sienta a mi lado. Se siente que es mexicana, y probablemente de Chiapas, el estado a donde me dirijo. Sin duda habría sido una charla agradable, pero últimamente, no me apetece hablar con todo el mundo, y los momentos de transporte están comenzando a ser sagrados. Me gusta aislarme del mundo en el tiempo que duran.
Por otro lado, barajaba la opción de dejarme vencer por el peso de mis ojos. Tras el mezcal de anoche y el cansancio propio del viaje, una siesta siempre es bienvenida. Me cuesta no sucumbir al movimiento de los aviones, de los vehículos a motor y el de los trenes. Creo que de algún modo me transportan al vientre materno y me hacen mecerme en una cálida sensación de seguridad y sosiego.
Mi cuerpo va cubierto con toda la ropa de abrigo que puedo llevar conmigo. El clásico vestuario de aeropuerto, que en mi caso no varía con los años. Leggins negros, zapatillas, sudadera con capucha y gran pañuelo para el cuello. Sin eso soy incapaz de sobrevivir a las temperaturas gélidas de los aviones. Miro alrededor y veo brazos, piernas y cuellos al descubierto, sin poderme explicar cómo son capaces de aguantarlo.
También me sorprendo al ver a la gente bien vestida en los aeropuertos. Pues para mi aeropuerto siempre fue sinónimo de ropa zarrapastrosa y cómoda, pelo despeinado y cara de no haber dormido. Cuando me cruzo a personas arregladas, oliendo a perfumes, con maquillaje en el rostro y aspecto impecable me cuesta creer que pertenezcamos a la misma especie.
Si no dejo de divagar, la hora de vuelo no va a darme para mucho. En definitiva, yo pasaba por aquí para contar que ya hace más de un mes que estoy en México.
Me siento en un extraño bucle del tiempo. Nunca cupo tanto en tan poco tiempo. Pues siento que hace una especie de eternidad desde que pisé este país por primera vez. He recorrido diferentes lugares de la conocida Riviera Maya y también del estado de Yucatán.
Ha habido días de correr y días de colgarse en hamacas. Días de soledad y días en nutritiva compañía. Días de éxtasis y días más tristes. Días de hacerlo todo y días de no hacer nada mientras se procesaba mucho. Ha habido días y días, pero todos siento que van sumando a la experiencia de vida.
Por ahora, México me parece un lugar demasiado maltratado por los medios, con una fama, de hechos que son ciertos, pero no tan cotidianos. Por eso considero importante acercarse a los lugares para poder hablar con experiencia propia.
De los lugares que visité me ganó la buena gente, y excepto un policía que nos extorsionó y al que tuvimos que dar dinero, no puedo contar nada malo. La verdad es que no fuimos demasiado inconscientes, pero si confiamos en la vida y no dejamos de hacer nada que deseábamos por el miedo a que algo malo ocurriese.
De Yucatán me alucinó su selva, que se mantiene en un territorio realmente extenso. Las carreteras cruzan en línea recta todo ese manto verde y es por eso que cuando conduces no paras de ver tarántulas enormes cruzando la calzada, y señales que avisan de que con suerte, un jaguar puede salir a tu paso. Una región sin ríos pero con miles de cenotes.
Una región con una cultura maya arraigada de los que muchos comienzan a sentir vergüenza, cambiando sus apellidos y renegando de sus ancestros. Sin embargo otros permanecen enrocados en defende
r las raíces de un pueblo pacífico y sabio, que guarda saberes ancestrales y una lengua propia que debería ser preservada como patrimonio cultural.
En Yucatán, son obligados sus pueblos, pintados de colores y de aspecto colonial. Donde el arte abunda en las calles y la vida bulle al aire libre. Con puestitos de comida que se esparcen por las calles cada noche dejando un aroma delicioso en las calles empedradas.
Del estado de Quintana Roo no puedo obviar sus costas e islas. Unas más explotadas, otras más salvajes, pero al fin y al cabo con unos colores en el mar que representan al Caribe. Con un ritmo de vida lento, con la posibilidad de caminar descalzo y con líneas de playas plagadas de cocoteros y manglares. También de arrecifes coloridos, llenos de vida.
El Caribe mexicano me enamoró y me dio fascinantes momentos. Probablemente en este viaje, en el que no rige la prisa, vuelva. Seguramente a quedarme un tiempo. Pero por ahora, me voy a explorar por otro rato. Esta vez a un lugar menos turístico, donde predominan las montañas y las suaves temperaturas.
El avión comienza a descender, así que solo estoy a unos metros de comenzar a descubrir que es lo que me depara el salvaje estado de Chiapas.