
Cuando viajas con un presupuesto ajustado y mucho tiempo por delante, tu destino inicial normalmente lo decide el precio de los vuelos internacionales. Cuando decidí que quería recorrer el sudeste asiático durante unos cuantos meses, no tenía más que una lonely planet, unos maltrechos ahorros que me había costado bastante conseguir y una vaga idea (muy vaga en realidad) de los lugares a los que quería ir. Así que realmente no fuí yo la que se decantó por Kuala Lumpur como primer destino, si no que más bien lo hizo skyscanner por mi encontrando un vuelo bastante barato que me podía permitir.
No tenía ningunas expectativas sobre aquella ciudad malaya, ya que yo no soy muy de ciudades y Malasia no era un país que a priori me llamase mucho la atención. Pero tenía claro que ya que iba me quería bañar en una de esas piscinas infinitas con vistas a los rascacielos. Buscando por internet encontré un hostel inusualmente barato que tenía una de esas piscinas así que no me lo pensé dos veces y reservé.
Salí de Valencia con mi amiga Olgui, que iba a acompañarme al inicio del viaje. Hicimos una escala larga en Helsinki, que nos permitió salir a conocer la ciudad. De allí, volamos 11h hasta Singapur, donde flipamos con su modernísimo aeropuerto en el que podías crearte avatares y jugar a videojuegos mientras esperabas tu vuelo. Y tras muchísimas horas de viaje por fin aterrizamos en Kuala Lumpur.
Al llegar al hostel se resolvió el misterio de su bajo precio (6€ la noche). Habían abierto hacía solo unos días por lo que aún no estaba del todo terminado y había cosas que no funcionaban. Para dormir, en lugar de la típica habitación con literas, había una especie de habitación con colmenas en las que tu espacio se reducía simplemente al que ocupaba tu cama. Se dormía en un cubículo y se parecía infinitamente a las famosas camas cápsula de japón. Lo que en un principio daba sensación de claustrofobia acabó convirtiéndose en un gran descubrimiento en el que se dormía inundado de privacidad y sin tener la sensación de estar durmiendo con 40 personas más rodeándote. Al llegar corrimos a la azotea para ver la piscina. La realidad es que era bien pequeñita, pero quedaba muy bien en las fotos y tenía unas vistas espectaculares. Fue un placer poder levantarnos por las mañanas y quedarnos a remojo mientras nos acostumbrábamos al calor abrasador y a la humedad tropical.
De aquella ciudad esperaba poco, pero la verdad es que me encantó. Pasamos los días que estuvimos allí recorriendo, los parques, las calles y los mercados que estaban impregnados de multiculturalidad. Intentando colarnos en sus mezquitas, que nunca conseguíamos coger en horario de visitas. Malasia es un país de mayoría musulmana, y las mezquitas, por lo general, solo están abiertas a las personas no musulmanas ciertas franjas horarias que no coinciden con el rezo ni entorpecen los quehaceres de los fieles. A diferencia de las misas cristianas, en las mezquitas no se puede participar del rezo si no profesas su misma fe. Y esa es una de las ceremonias que, tras haber visitado varios países musulmanes, más curiosidad me genera, ya que es algo que sigue oculto para mi y eso me provoca la necesidad de descubirlo.
A las afueras de la ciudad, a apenas 30 min de tren, se encuentran las Batu Caves, un templo hinduista construido en una cueva alojada en un gran paredón. La imagen más famosa de las cuevas es la enorme estatua dorada de Murugan (hijo de Shiva y Parvati). Era una de las atracciones que más me apetecía visitar. Así que una mañana lluviosa cogimos el tren y nos fuimos hacia allí.
Hay algo, que aun no se que es, pero que encuentro muy placentero de coger trenes en otros países, así que el simple hecho de subirme en uno aquella mañana ya me puso de muy buen humor. Al llegar a la estación cercana al templo llovía a mares, así que decidimos esperar. Aún así, vimos la necesidad de comprar un chubasquero para cubrir las mochilas y la electrónica. Cuando viajo, hay veces que tengo la mala costumbre de no llevar demasiado dinero encima, lo que a veces se traduce en no llevar suficiente. Aquella mañana tras comprar el chubasquero, nos quedamos prácticamente sin nada.
Mientras esperábamos a que amainase la tormenta, no era capaz de quitar la vista de un hombre hindú que estaba sentado en el suelo echando las cartas. Tras unos minutos de comentar la jugada con Olgui, nos pareció súper buena idea gastarnos el poco dinero que nos quedaba en que aquel hombre nos adivinase el futuro. Me auguró un montón de buena suerte. Me dijo que viviría hasta los 95 años, que me casaría a los 28 y que tendría cuatro hijos. Creo que iba desencaminado en las dos últimas afirmaciones así que esperaré a que la primera sea cierta.
Tras cesar la tormenta caminamos hacia el templo. Para llegar a la cueva donde se ubicaba había que subir una gran escalinata. A la entrada de la escalinata, te prestaban un sarong para cubrirte las piernas y te pedían amablemente si podías subir un ladrillo para contribuir a la construcción del templo. Me resultó una curiosa y efectiva forma de transportar el material y además me pareció precioso pensar que los años que aquel templo se mantuviese en pie contendría un ladrillo que nosotras habíamos llevado a hasta él. La escalinata estaba rodeada de vegetación y plagada de monos que corrían de un lado a otro otorgando magia al lugar.
Tras un puñado de días nos fuimos de aquella ciudad con un buen sabor de boca. Habíamos descubierto lugares interesantes, nos habíamos reconciliado con los 7eleven y las multitudes y como siempre, habíamos bebido demasiada cerveza con gente muy peculiar. De mi diario de viajes del momento he rescatado: “Gracias al encuentro, terminamos la noche en la azotea del hotel hablando con el recepcionista y un zambiano peculiar que estaba desarrollando una app que pretendía ser para las compañías aseguradoras lo que Uber había sido para el taxi o Airbnb para los hoteles. Él me preguntó cuál era mi pasión. Y guau, me di verdadera cuenta de que no tengo ni idea. También volví a darme cuenta de que soy una persona mucho más interesante en castellano que en inglés”. Tras varios años, aún me costaría contestar a la pregunta de aquel chaval. En lo que sí que he mejorado a la fuerza es en lo interesante que pueden llegar a ser mis conversaciones aunque deba tenerlas en inglés.
Desde el aeropuerto contaba que me sentía algo triste, ese sentimiento que se supone que uno no debe tener cuando anda de viaje. “No se si es que he intentado ponerme a juego con el cielo. No se si son mis miedos azotándome, ya que todos los días ellos y yo nos alzamos en armas. Pero voy a forzar la sonrisa, porque no todos los días se vuela de verdad y no todos los días se pone rumbo a una de las últimas selvas vírgenes que quedan en el mundo.”
Aquel día me tocó ventanilla, y yo me dejé flotar entre las nubes, sin siquiera poder imaginarme que estaba camino de mi hogar lejos de casa.