Uno de los mayores placeres de vivir unos días en el desierto es sin duda alguna dormir al raso.

En los campamentos bereber la vida se mueve con el sol, y las alfombras se van moviendo de un lado a otro en el exterior de las haimas dependiendo de dónde se puede estar más fresco. Mi momento preferido del día era la caída del sol. Tras ver el sol esconderse por las dunas la vida real comenzaba en el campamento. Los fogones se encendían para preparar Tallin, se iban esparciendo cojines por el suelo, algunos visitantes empezaban a llegar y los tambores comenzaban a sonar sin descanso. Para irnos a dormir extendíamos una alfombra en el trozo de suelo que más nos gustase, al igual que todos los presentes, y ya teníamos lista nuestra habitación con vistas al cielo. Un cielo sin estrellas, eclipsadas por la luna.
Y bajo el que se corría el riesgo de ser sorprendido por una tormenta de arena en mitad del plácido sueño, tal y como nos pasó la primera noche. Nunca he vuelto a dormir tan bien como bajo aquel cielo. Que gusto despertar sin techo y pudiendo tocar tierra con solo estirar el pie. Mira que se necesita poco para ser feliz.