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Sentirte en preescolar

Sentirte en preescolar teniendo veintitantos es uno de los regalos colaterales que te trae el viajar.



Desde que había llegado a India había tenido escasa suerte con los restaurantes en los que había decidido entrar. Ausencia de carta en cualquier otro idioma que no fuese el hindi o el tamil. Elección a dedo. Comida deliciosa de la que no podía comer más de unas cuantos bocados.... La cantidad de picante de esos platos me hacía hiperventilar y pensar que nunca más ibas a poder recuperar la funcionalidad de mis papilas gustativas. Siempre era los mismo; yo y el plato nos mirábamos en un diálogo silencioso. Él lucía tan apetecible y yo me sentía tan hambrienta...Él quería no haber sido cocinado en vano, y yo necesitaba comer, pero cada cucharada que probaba no hacía más que confirmar el carácter imposible de nuestro romance.


Un día, haciendo un trayecto largo, el hombre que conducía el coche paró a comer en un restaurante en el camino, y nosotras lo hicimos con él. Al entrar en la sala repleta de mesas y gente, se hizo evidente que nuestra tez hacía las veces de imán entre todos los presentes. Era una zona muy poco turística y probablemente éramos de las primeras personas occidentales que veían en directo. Nuestro conductor nos señaló unas pilas. Entendimos que quería que nos lavásemos las manos. Nos las lavamos con agua, ya que jabón no había, y tras ver que las mujeres que se afanaban en el mismo menester se secaban las manos con el sari, se sonaban los mocos con el sari, y a saber qué más hacían con él, pues nosotras a falta de sari nos las secamos en nuestro pantalón, que en aquel momento ya estaba bien empapado en sudor.


Nos sentamos, y bajo la atenta mirada de todo el salón, el camarero trajinaba a nuestro alrededor. Primero colocó una hoja de banano encima de la mesa sobre la que sirvió una cantidad de arroz blanco como para hacer paella para cuatro. Seguidamente trajo un plato lleno de unos 15 tarritos de metal llenos de lo que parecían salsas o guisos de aspectos muy diferentes entre sí. Parecía que aquella vez nos habían ahorrado la técnica de la elección a dedo. Olgui y yo nos miramos. No había cubiertos. Observamos a nuestro conductor. Con mucha habilidad vertía un poco de la mezcla de aquellos tarros en diferentes partes de la hoja de banano, lo iba mezclando con el arroz, y con la mano hacía una bola enorme que proseguía a engullir. En mi casa siempre me han enseñado que “allá donde fueres, haz lo que vieres”. Así que allá que nos lanzamos. El intento estaba teniendo resultados catastróficos. Aquello era mucho más complicado de lo que parecía en un inicio. No había manera de compactar aquel arroz, ni de comer sin desparramarlo todo por la cara, por la mesa y por nuestras ropas. El cachondeo alrededor era generalizado. El conductor, que no intentó ayudarnos en ningún momento, levantaba la vista de su plato hacia nosotras y no podía evitar emitir risotadas contenidas. Las mesas de alrededor se reían abiertamente, y los que no estaban tan cerca no tenían mucho reparo en levantarse a mirar.


La situación era tan hilarante que no pudimos evitar empezar a reírnos a carcajadas nosotras también, tras lo que el ambiente se relajó y nuestro público sintió la libertad de comenzar a reír aún más fuerte. Una adolescente que hablaba un poco de inglés se apiadó de nosotras y vino a darnos una clase rápida de cómo comer con las manos. Sus lecciones no dieron los frutos esperados, pero sin duda aquella se convirtió en una de las comidas más divertidas de toda mi vida.


Me encantó volver a sentir que no sabía hacer algo tan simple como comer. Ser el hazmereir y el foco de todas las miradas por tu color de piel y por tu falta de conocimiento en sus costumbres es algo que sin duda te pone en el sitio, y que quieras o no, te da qué pensar.

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