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Mi primer pie en África

Actualizado: 9 feb 2021

(Parte I)

A día de hoy aún no se gestionar la emoción que me produce estar en un lugar en el que todo es nuevo. Tras volver de India, sabía con certeza que esa sensación era una droga que quería probar muchas más veces en mi vida. Por aquel entonces, tenía un trabajo mal pagado, pero que al menos me gustaba, en el que como el resto de los mortales, los medianamente afortunados, solo podía disfrutar de 30 días de vacaciones al año. Aspirar a algo más, tras la crisis por la que había atravesado el país y con mi recién estrenado título universitario era casi una fantasía. Así que tras aquel viaje, yo quería, y soñaba con ello cada día, pero el poder era algo distinto.


Me había imaginado caminando por el continente africano desde siempre, y la certeza de cual quería que fuese el primer país en pisar me la dio una foto de Jesus Calleja. Posaba sonriente ante un mar cristalino y una caseta de formas imposibles desde un lugar llamado Zanzibar. Un lugar que investigué con premura y que descubrí que pertenecía a Tanzania y que flotaba a pocos kilómetros de su costa en el océano Índico. Aquella isla se convirtió en un sueño, que en un principio compartí en pareja. Pero bastantes meses más tarde de soñarla por primera vez, y ya con el corazón roto y atravesando un intenso proceso personal, este lugar apareció en una conversación con mi amiga Sandra.


Sandra es mi amiga de toda la vida, la siento casi como a una hermana. A Sandra la amo por muchos motivos, pero uno de los que ejerce mayor fuerza es que es una de esas personas que siempre dicen que sí. Si le hiciese la típica proposición de tirémonos desde un precipicio ella gritaría sí, porque hace gala sin descanso de una personalidad temerariamente encantadora.


Zanzibar apareció en la conversación y a los minutos los smartphones echaban fuego buscando información y fotos sobre la isla.


"Tía, ¿vamos?"

"Sí"


Los billetes de avión resultaron no ser caros en exceso y en un arranque de empoderamiento compramos los vuelos. Nos íbamos a Tanzania. Creo que fueron antes los vuelos que la solicitud de vacaciones a la empresa. Pero yo juego con la baza de que se que cuándo hay algo que realmente quiero, una flor se coloca en mi culo y el camino se allana para mi. Entre días de vacaciones, cambio de turnos a compañeros y algún día sin sueldo había conseguido dos semanas en blanco en el calendario en el que ahora ponía en letras mayúsculas ZANZIBAR.


Una mañana de fallas, mientras algunos valencianos aún seguían la fiesta y otros luchaban por despegar sus pestañas, partimos de la estación del norte en dirección a Madrid. Allí cogimos un vuelo que nos llevaría a una escala larga en Dubai, donde por supuesto pensábamos salir a explorar.


Llegamos de noche, y nos pusimos a hacer cola en los controles de salida para que estampasen el preciado sello que nos daría permiso para salir a ver aquella ciudad del lujo. Era mi primera vez en suelo árabe y no podía evitar babear con la visión de los operarios de los controles aduaneros, que debían ser simples empleados, pero que para mi, ataviados con sus pulcras túnicas blancas y las kufiyas en la cabeza, me daban la impresión de ser auténticos jeques. Dubai resulto ser una megaconstrucción ostentosa que se sostenía a lomos de la riqueza petrolera y de la explotación de la mano de obra inmigrante. La construcción allí no paraba ni con el abrasador calor del día ni con la oscuridad de la noche. Allí se trabajaba sin descanso. El taxista paquistaní que nos llevó al centro en taxi nos contó sobre las pobres condiciones laborales, y nos habló sobre el motivo que le llevo a mudarse a aquel país. Su hija se iba a casar, y una boda que ella mereciese valía mucho dinero, así que llevaba años trabajando sin descanso para ahorrar el dinero suficiente para los esponsales de su primogénita. Me sorprendió la historia y me hizo preguntarme cómo de enferma estaba nuestra sociedad. Sin duda había que hacer una reorganización de las cosas que realmente importaban para la humanidad.



Paseamos por sus avenidas llenas de palmeras y luces, nos sorprendimos con el ambiente festero en el que el lujo se dejaba notar y la prohibición de las bebidas alcohólicas parecía no llevarse a rajatabla por la actitud de la gente que llenaba a mares las calles y las entradas de los clubs. A aquellas horas, las mujeres occidentales bajaban de coches de alta gama en pantalones cortos y vestidos que nunca hubiésemos osado imaginar en un país árabe. Aquella incursión en la noche de Dubai nos devolvió al aeropuerto con unos cuantos prejuicios tumbados. Allí buscamos algún lugar donde descansar las demás horas que nos restaban de escala y al final decidimos hacer contorsionismo para dormir en las filas de asientos metálicos separadas por barras de hierro.


Tras una noche cansada y unas siete horas más de vuelo aterrizamos en Dar es Salam, la capital tanzana. La hostia de calor tropical que te golpea el cuerpo al bajar del avión es algo que desde entonces y hasta día de hoy me produce una secreta e indescriptible sensación de placidez y hogar. Allí nos enfrentamos a unos tramites aduaneros un poco más largos de lo esperado. Pasábamos documentación a los funcionarios de inmigración, tras los que se veía un cartel bastante grande en el que se advertía que no se admitían sobornos. Aquello sin duda me hizo pensar que tales trampas debían ser habituales en el territorio en el que nos disponíamos a entrar.


Del aeropuerto nos dirijimos en taxi a un hotel que habíamos reservado. Por aquel entonces no es que fuésemos muy expertas con los mapas ni las buenas zonas donde alojarse así que básicamente habíamos elegido motivadas por un irrechazable precio en booking. Digamos que el alojamiento no estaba en la mejor zona de la ciudad… La gente se arremolinaba por las calles. Mucha gente. Y todos negros. Puede sonar obvio eso de que en África la gente tiene la piel de color oscuro. Pero también hay que entender, que yo había crecido toda mi vida entre una mayoría de piel clara. Obviamente había visto personas de piel oscura por las calles de mi ciudad, en las pelis y en infinidad de lugares, pero a mi alrededor, nunca habían sido la mayoría. Puede parecer una reflexión soberanamente absurda, y ciertamente lo es, pero es que se siente realmente raro cuando te encuentras en un lugar en el que tú eres el diferente, en el que te podrían señalar con el dedo desde un globo aerostático a mucha distancia si el juego se tratase de encontrar al blanco. Bueno, pues toda esa gente, negra, sí, caminaba en tropel por las calles moviéndose en una danza hipnótica de la que yo no sabía escapar. Había que lanzarse a ese mundo nuevo, así que sin más remedio bajamos del coche y nos dejamos azotar por el ruido, por la algarabía y por la magia de aquel universo nuevo para nuestros sentidos.



Aquella tarde nos acercamos a la playa de la ciudad, conversamos con gente local y empezamos a sentirnos libres. También tontas y finalmente empoderadas cuando un conductor de bajaji nos intentó timar pero por nuestros santos ovarios no consiguió salirse con la suya.


Tras una noche en la que dormimos como troncos y nos libramos del jet-lag nos dirijimos hacia el puerto para comprar nuestro pasaje al paraíso. Ahora sí, esta era la última etapa para llegar a Zanzibar. El barco atracó en la isla y por fin pisamos nuestra isla soñada. Cientos de locales nos adelantaban por los flancos, mientras algunos viajeros caminaban más lentos intentando situarse en aquel nuevo mundo. A paso medio nos llamo la atención una mujer, en realidad una chica. Portaba una mochila considerablemente pequeña para el típico equipaje de backpacker, del que colgaban unas deportivas. Avanzaba hacia el frente con mucha seguridad, que tras comentarlo concluimos que le debían haber dado sus meses de viaje por el continente. No teníamos ni idea de quién era aquella mujer, pero sin saberlo, sabíamos que emanaba kilómetros recorridos. La admiramos, la envidiamos, hipotetizamos sobre lograr tener algún día su porte y seguimos caminando.



En la calle principal había varios militares con metralletas, que como nos dijeron, intentaban evitar los disturbios que pudiesen producirse hasta las bien próximas elecciones presidenciales. Nos dirijimos a sacar dinero y a custodiarlo. La decisión de cuánto dinero sacar debía ser bien meditada ya que éramos conscientes de que Stone Town, la ciudad donde nos encontrábamos era la única en la que se podía conseguir dinero en toda la isla, y según nuestra previsión no volveríamos a la ciudad hasta dentro de al menos 12 días. Lo que debió ser un cálculo holgado fue en realidad un calculo demasiado optimista motivado por nuestro bajo poder adquisitivo. Esa decisión, a mitad del viaje nos pasaría factura y nos traería momentos realmente memorables, porque sí, nos quedamos sin dinero, pero eso lo contaré más adelante.


Tras regatear un rato con los conductores de la zona conseguimos que un hombre accediera a llevarnos a Nungwi por un precio razonable. Cuando llevábamos varios minutos de conducción nos pidió más dinero, a lo que obviamente nos negamos. Nos decía que si no le pagábamos nos dejaría allí mismo, en la carretera. Vaya…el tipo nos había salido rana y empezábamos a temer por las mochilas que estaban en el maletero con todas nuestras pertenencias. Yo cogí un boli que llevaba en la riñonera y lo sujeté con fuerza a modo de arma blanca por lo que pudiese pasar. Tras una acalorada discusión el hombre paró el coche y se bajo de él a llamar por teléfono. Finalmente nos dijo que él no nos iba a llevar, pero llamo a un amigo suyo para que nos llevase por el precio acordado. Ya acomodadas en el otro coche, suspiramos aliviadas.


En Nungwi habíamos reservado lo que creíamos que era una habitación escandalosamente barata en primera línea de playa. Tras media hora de búsqueda al llegar a Nungwi, quedó patente que el alojamiento que habíamos reservado no estaba en primera línea de playa, y finalmente empezamos a sospechar que ni tan siquiera existía. Nuestro conductor enseñaba el nombre del alojamiento a la gente del pueblo para intentar conseguir una dirección pero por desgracia nadie sabía donde estaba aquel lugar. Al final, cuando ya íbamos a darnos por vencidas a alguien se le ilumino la bombilla y nos guió entre caminos de tierra hasta llegar un alojamiento a medio construir. Pagamos la carrera y entramos a preguntar. Conseguimos dar con el dueño, que apareció con ropa de obra y las manos manchadas de cemento. Cuando le dijimos que teníamos una reserva de booking nos dijo que él no usaba booking, que ya había venido más gente con esa historia pero que lo que buscábamos no existía. Tras ello nos ofreció alojarnos allí en una habitación que tenía a medio construir por 10$ la noche. La habitación era muy rudimentaria, estaba muy lejos de la playa, y las paredes lucían llenas de agujeros pero aún así aceptamos. Mzushi, que así se llamaba el propietario, y que se perfilaba desde el primer momento como lo que nosotras llamamos un “person”, se ofreció a llevarnos a la playa siempre que quisiésemos sin coste. Las cenas serían comunes y prometió cocinar un buen pescado esa noche en nuestro honor.


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