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La vida sencilla en un día de lluvia

A mí me conquista la vida sencilla, bajo hojas de palma y cacareo de gallinas. Me infunden un secreto placer los lugares sin asfaltar, las casas con suelo de tierra, los cacharros con una pequeña capa de mugre; que no están así por dejadez de quien los usa, sino precisamente, por las condiciones del ambiente.



El agua empezó a caer en torrente, mientras yo me sentaba en el poyete de aquella puerta en la aldea maya de Ahau-Chooc. Dejaba que las gotas mojasen mis pies, pues total, el calor aquí no cesa, y la humedad ya es algo que se lleva impregnado en las ropas y en la piel. Acariciaba a un gatito que se había quedado demasiado pronto sin madre, con la mala suerte de los que tienen poco y se les arrebata todo. Esta vez, lo que se llevó a su madre fue un coche que cruzaba la carretera cercana a la selva.


Ese animalito se arrebujaba en cualquier rincón de mi cuerpo, buscando cariño e intentando mamar. Olía mal. Probablemente porque no había tenido la suerte de que nadie le enseñase a limpiarse. Con su boquita, buscaba todo el rato mis trocitos de piel para intentar mamar. Me hacía daño, pero me dio pena, así que al final pactamos que podía rechupetear mi camiseta y algún trocito de mi vaquero.


Mientras el sonido de la lluvia hacía que el mundo se ensordeciese, miraba a un pavo enorme plantado en frente de mí. Impasible a la lluvia y haciendo cambiar la piel de su cara y su papada de color (porque esas cosas hacen los pavos), me miraba extrañado y curioso. Una intrusa en su monótona vida. Vida que un día terminaría con un giro de pescuezo.


La intrusa cavilaba si podría vivir en un lugar como aquel. Un lugar sin luz eléctrica, pero donde el fuego aportaba la claridad necesaria en las noches oscuras. Un lugar sin cocina, pero donde la lumbre se encargaba de cocer los alimentos. Un lugar sin prácticamente ingresos económicos pero donde el autoabastecimiento era casi total. Se comía de lo que daba el huerto y también la selva. De vez en cuando el festín se llevaba por delante a alguno de los pobres cerditos que gruñían de sol a sol en su pequeña pocilga.


Tampoco necesitaban del uso de la medicina moderna, pues su jardín era su farmacopea. Tenían un conocimiento extenso sobre el uso medicinal de las plantas, y allí en un pequeño trocito de tierra se encontraba el remedio para casi todos los males.


En aquel lugar tampoco existían camas, ni un sofá donde descansar. Los dormitorios eran comunitarios y el descanso se realizaba colgados de sus hamacas. Las mismas que tejían con esmero con sus propias manos, y que tardaban en terminar al menos dos semanas. Los matrimonios dormían juntos en hamacas grandes, y yo no podía dejar de preguntarme cómo se las ingeniaban para dar rienda suelta a sus noches de pasión.


Aquel lugar, que rezumaba sencillez, me daba la sensación de esconder algunos de los secretos más esenciales de la vida. Vivir para subsistir, dejando correr el paso del tiempo, sin estar creando en la mente mil tareas innecesarias o problemas que en realidad no son tales. Vivir para simplemente, seguir vivo al día siguiente. Vivir de la manera de la que había estado huyendo toda la vida. Vaciarse de todo para empezar a vivir plena. Quizás, a mí, que ando buscando todo el rato la adrenalina y los límites de la vida, sí me vendría bien pasar un tiempo acostumbrándome a ese tipo de vida sencilla.


Después de conocer aquel poblado maya, y de las reflexiones que surgieron bajo la lluvia, ya está, en esa lista de quehaceres que no debería elaborar, el punto de vivir un tiempo con un pueblo originario. Ojalá que en el camino, se de la sincronía y uno de esos pueblos me acoja entre sus gentes.

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