(Crónicas de la vuelta al mundo 2. México)

Llevo ya unos cuantos días en la Isla de Holbox y ya he perdido la noción del tiempo. A ratos me sorprendo preguntándome qué día es. Aquí el día pasa a un ritmo lento, pero a la vez, paradójicamente, el tiempo vuela. Duermo en una pequeña tienda de campaña, que tiene espacio para mi y para todos mis trastos que se desparraman por el suelo. Intenté poner orden en mi cabeza y en la tienda, pero el orden sigue sin ser lo mio, así que mis cosas se esparcen de manera random por todos lados. Guardo las cosas de valor en una taquilla con candando. Costumbre que nadie más tiene a parte de mi. Aquí todos confían y dejan las cosas en las tiendas. Yo a ratos también. Pero como he sufrido de mi excesiva confianza en otros viajes, prefiero, por el momento ser algo precavida.
La realidad es que este es un lugar de paz y aquí nunca pasa nada, a parte del movimiento de las hamacas, del trasiego lento en la cocina, de las tormentas repentinas, del crepitar del fuego en la noche… El camping es un lugar hermoso y tranquilo, que queda a dos cuadras caminando de una playa de postal. El suelo aquí es de arena, y por el terreno se reparten diferentes zonas comunes construidas con madera y hojas de palmera, y decoradas a manos de algún artista virtuoso. Escribo desde una mesa de madera, rodeada de vegetación. Al fondo solo escucho alguien rozando una paleta contra una sarten, el canto de las chicharas, las hojas moviéndose con el viento. Por lo demás, se podría decir que hay silencio. Y también se respira calma.
Siempre me gustó dormir en tienda. Me hace sentirme mucho más en contacto con todo. Y sobre todo cuando se duerme en medio de la pura naturaleza, sin plantar tienda en la parcelita de un camping convencional. Cuando me voy a dormir por las noches, el calor húmedo del trópico impregna el aire a mi alrededor. A la tienda le da el sol durante todo el día, y su única ventilación pasa a través de un pequeño trozo de mosquitera. Nunca osaría abrir la tienda en un lugar como este. De hecho practico movimientos ninja para que durante mis entradas y salidas no se cuele ningún huésped. Aún así, alguno entra, por lo que la rutina antes de dormir incluye prender una luz fija para comenzar la masacre de bichos. Suelo desnudarme, y dejo al cuerpo sudar. Al ratito me duermo y paso la noche de un tirón, hasta que me despierta la claridad del amanecer, y con el “fresquito” del nuevo día sigo durmiendo hasta que el cuerpo dice basta. Eso no suele ocurrir más tarde de las 8.30. Aquí el calor aprieta desde temprano.
Ayer me despertó la lluvia a las 6 de la mañana y ya no puede dormir más. Aún así me quede un rato dando vueltas en la tienda. Al fin, salí a desayunar temprano. Aquí el desayuno siempre demora más de lo previsto. Es el ritmo caribeño. Me preparo avena, corto fruta, me hago un té y hablo con todo aquel que pasa por la cocina, que es una palapa abierta de madera que crea una atmósfera especial.
Como estaba nublado y el calor aún no se hacía insoportable decidí salir a pasear. Desde el camping hasta Punta Coco se tardan diez minutos caminando desde los senderos interiores, pero ayer decidí ir por la playa. Según caminaba y caminaba me convencía más y más de que estaba habitando el paraíso. Andaba por dentro del agua, levantando un falso susurro de olas, que aquí no existe, porque el mar es calmo y poco profundo. Puedes dar vuelta a parte de la isla caminando por dentro del agua y sin hundirte más allá de la cintura.
Ayer todo estaba especialmente bonito y solitario. Playas de arena blanca, cocoteros y mar color aguamarina. Y todo todito todo para mi. Llegué a Punta Coco y solo me encontré con algún turista que había llegado en taxi (que aquí son carritos de golf) y que se limitaba a sacar la foto, tomar un coco frío y marchar. Nunca entendí ese tipo de turismo. Pero para mi era perfecto, pues tenía toda la playa solita para mi. No tenía intención de bañarme, pero la escena obligó a hacerlo, y me deje flotar, y me deje sentir. Y me sentí feliz. En la cresta de la ola, que no siempre surfeo hasta tan arriba. También me sentí tremendamente agradecida a la vida y a mi misma, pues había tomado la decisión de vivir la vida isleña y tropical que tanto había anhelado.
Hice un amigo perro, jugué con mi cámara, apoyándola en todos los lugares que pudiesen servir de trípode, y me quedé allí hasta que los tábanos me echaron con sus mordiscos y unas nubes negras de tormenta comenzaron a amenazar la integridad de mi teléfono. De vuelta cayeron chaparrones, y yo me fui escondiendo debajo de palapas, casas, cocoteros y todo lo que encontraba por el camino. Al final, llegando al camping el sol brilló de nuevo, haciendo gala de ese clima impredecible de los lugares tropicales. Así que decidí quedarme a flotar de nuevo. Seguía sin poder creer el lugar donde me encontraba. Seguía plena.
El día siguió entre danzas en la hamaca, siestas en la tienda, paseos al pueblo para comprar provisiones, cervezas al atardecer, caminatas para ver la bioluminescencia y charlas en la hoguera. Ese es el ritmo de la vida en el Caribe, donde los días se estiran como chicles pero se pasan en un suspiro.