(Crónicas de la vuelta al mundo 1. México)

En Holbox hoy, y desde hace unos minutos, llueve con ganas. Me he refugiado bajo una palapa en la plaza del pueblo, y es desde este lugar desde donde escribo estas líneas. Caminé media hora por la playa hasta llegar al pueblo. Pues el camping donde me alojo se encuentra bastante alejado de la población. Hoy tenía plan de playa, pero al mirar al cielo comprendí que no iba a ser tal. Así pues decidí venir hasta aquí en busca de un wifi que aún no encontré. Aquí todo es escandalosamente caro para lo que mi bolsillo se puede permitir.
Ayer, llegué al puerto de Chiquilá tras 2 horas y media en autobús desde Cancún y desde allí cogí un ferry hasta la isla. Al llegar tenía la intención de coger un taxi hasta el camping, ya que aunque no vaya ni con mi presupuesto ni con mi estilo, el sol todavía abrasaba, la mochila pesaba mucho, y la distancia era considerable. En Holbox no hay asfalto, ni tampoco coches. Los carritos de golf hacen las veces de taxi. Cuando salí del embarcadero me di cuenta que no iba a ser tarea fácil ya que había una gran cola de gente esperando para coger uno. Así que decidí comenzar a caminar con la esperanza de encontrar alguno por el camino. Eso no ocurrió.
Las calles eran una suerte de barro y balsas esparcidas por doquier. Según me fui alejando del pueblo los caminos comenzaron a estar desiertos. Aún quedaban caminos por recorrer. No se escuchaba nada alrededor, más que los sonidos de la naturaleza. El sol caía sin piedad y el peso se hacia notar. Llego un momento que no era posible eludir los charcos por lo que tuve que meterme dentro. Hasta los gemelos. Anoche me enteré que en algunos de esos charcos hay cocodrilos. Agradezco no haberlo sabido antes, pues el camino podría haberse convertido en un suplicio.
Tras 40 minutos caminando llegué al camping empapada en sudor de los pies a la cabeza, y de barro por debajo de las rodillas. Aquello era un pequeño oasis. Silencio. Me sentí sola. Quise respirar mi soledad y tras comer algo me fui a Punta Cocos, donde me habían dicho que se veían unos atardeceres espectaculares. Algunos ratos flotaba en el agua, de un color azul verdoso poco propio de la isla pero provocado por las tormentas de los últimos días. Un mar poco profundo se extendía frente a mi. Una laguna selvatica aguardaba a mis espaldas esperando a ser descubierta. Hubo un rato que me pregunté qué hacia allí. Pero el ritmo del sol bajando y las nubes tiñéndose de malva en la antesala del atardecer me hicieron volver al ahora, y en un ratito se hizo la magia. Holbox ayer me regaló uno de los atardeceres más espectaculares que he visto en mi vida.
La caída del sol dio paso a la noche. Una noche sin luna, que permitió que las estrellas tomasen el protagonismo que solo obtienen algunos días al año. El manto celeste apareció sobre mi cabeza, mostrando incluso el núcleo de la galaxia. Y de pronto, como si de magia se tratase, un mar de estrellas comenzó a brotar también de los pasos que daban mis pies sumergidos en el agua. Había visto ya la bioluminescencia en otros lugares del mundo, pero en ningún lugar tan espectacular como aquí. Ayer se daban las condiciones idóneas de oscuridad y la concentración plancton en el agua era muy alta. Cuanto mas oscurecía más brillaba el agua con el movimiento. Me sentí en un cuento, y me pellizqué para sentir que no soñaba. Me quedé allí por horas, siendo parte de ese cuento mágico. Luego me trasladé a la laguna trasera, donde la concentración era aún más alta y el efecto más espectacular si cabe.
Cuando decidí volver a casa, en la completa oscuridad de la noche, por esos caminos desiertos me sentía flotar. Intenté buscar un restaurante que había visto a la ida (el único de la zona), pero estaba cerrado. Vi una casita enfrente y pregunté. Me dijeron que a esas horas debía ir hasta el pueblo (a 40 minutos caminando). Tenía hambre, y para un primer día había tenido suficientes emociones. Ellos me leyeron, me dijeron que estaban preparando comida para cenar y me invitaron a pasar a comer un platillo. Qué lindas me parecen esas cosas. Comí huevo con longaniza, acompañado de tortas de trigo. En aquella casita, con suelo de cemento y un fueguito en la puerta para ahuyentar a los moscos, me sentí feliz. Me sentí muy plena.
Volví al camping, y coroné la noche rodeada de gente linda con una bonita conversación. En la que me advirtieron de todos los animales de la isla. Cocodrilos, boas, mapaches, tábanos… Y yo que acababa de volver a casa sintiéndome tremendamente segura por caminos desiertos, medio selváticos y sin luz en mitad de la noche…