¿Cuántas veces has soñado con hacer algo y has desechado tus planes por las opiniones ajenas?

Yo lo hice incontables veces hasta que integré la NO necesidad de obtener permiso pues, aunque parezca obvio, hay que grabarse a fuego que no necesitamos la autorización de nadie para vivir nuestra vida y decidir cuáles son las huellas que queremos dejar en nuestro camino.
Ya he comentado alguna vez que soy una mujer soñadora y que desde niña he tenido muchos pájaros en la cabeza. Aún así, nunca consideré esos pájaros una fantasía inalcanzable, sino que más bien urdía planes en mi cabecita para poderlos realizar.
Ya en mis años de universidad soñaba muy fuerte con un viaje largo por Vietnam y Camboya, y algunos países lejanos que ni siquiera sabía ubicar en el mapa. Así que unos años después de acabar la carrera, cuando mi vida se desmoronaba por no encontrar un trabajo digno, el fracaso de una relación que creía para siempre y la necesidad de volver a vivir a casa de mis padres; Osé plantearme y plantear a mi familia que al año siguiente saldría sola de viaje, con mochila y por tiempo indefinido. Las palabras salieron de mi boca regadas de ilusión, pero con un temor profundo del que sabe que aquello que expresa no va a sentar bien. Mi miedo era evidente, y ellos supieron utilizarlo para vetar mi sueño. Yo no pedí permiso, pero aún así ellos no me lo dieron. Llegaron las típicas frases y reproches…
“¿Pero tú estás loca?”
“¿Cómo te vas a ir sola a la otra parte del mundo? ¿Acaso sabes todo lo que te puede pasar allí?”
“Eres una egoísta. ¿Quién crees que va a tener que hacerse cargo si te pasa algo?”
“¿Acaso te das cuenta del disgusto que puedes darle a los papás?”
“¿Cómo vas a dejar el trabajo con lo que te ha costado de conseguir?”
“Céntrate y sácate esos pájaros de la cabeza. ¡A ver si te das cuenta de una vez en qué consiste la vida!”
Es lícito pensar que debía haber esperado esa reacción. Y en cierto modo la esperaba, pero no estaba preparada para recibirla. Pues yo, inconscientemente, quería vivir mi sueño con la tranquilidad del permiso familiar. Porque si eres un poco insegura, cuando te bombardean con ese tipo de mensajes, tiendes a acabar creyéndolos y comienzas a convencerte de que quizás sí estas un poco loca y que no tiene sentido lo que planteas. Empiezas a vivir a través del miedo de los otros. Cuando a eso le sumas no tener a nadie a tu alrededor que se comparta tú manera de entender la vida y que te sirva de referente, es realmente difícil juntar el valor suficiente para romper con todo y atreverte a priorizarte. Así que durante un par de años dejé ese sueño a un lado mientras aprovechaba para viajar por el mundo siempre que mi escaso tiempo libre y mis maltrechos ahorros me lo permitían.
La nochevieja de 2016 cuando acabé de comerme las uvas sentí que el año que empezaba iba a ser especial. En enero compré un vuelo ridículamente barato a Thailandia, y en febrero, mientras hacía snorkel en la isla de Koh Lipe tuve una revelación. Me encontraba abstraída del mundo, admirando corales y peces tropicales. El característico crujir del fondo marino me llenaba los oídos y acallaba mi mente. De repente algo me atravesó. Una intuición muy potente se apoderó de mi y en ese momento lo supe. En unos meses estaría cumpliendo mi sueño. Salí del agua llorando y convencida de que en unos meses mis pies estarían recorriendo ese mismo continente, pero sola y sin billete de vuelta a la vista.
Desde aquel día comenzó una vorágine transformadora. Al volver a Europa me quedé una semana en Atenas echando una mano con la crisis de los refugiados. De allí me fui con amigos a soltar adrenalina y hacer snow a Pirineos. A mi vuelta a Valencia concerté un par de sesiones de terapia con un hombre al que no conocía pero que se aparecía en mi cabeza sin cesar. Para el día en el que cumplí 26 años, en abril, ya estaba convencida de lo que tenía que hacer. Esta vez iba a priorizar mis sueños, iba a escoger mi camino y estaba preparada para el aluvión de opiniones que intuía que iban a caer sobre mí.
Lo primero que hice fue comprar un billete de ida a Kuala Lumpur sin preguntar a nadie. Lo segundo, hablar con mi jefa y pedir una excedencia convencida de dejarlo si no era posible obtenerla. Tras dar esos dos pasos pareció que el universo se ponía a mi favor y me iba colocando baldosas doradas ante cada paso que daba. En el trabajo nadie me reprochó, al contrario les encantó la idea, alabaron mi trabajo y me aseguraron que mi puesto estaría esperándome a mi vuelta. Una vez tuve todo gestionado sin posibilidad de dar marcha atrás informé a mis padres. Había recreado el momento mil veces en mi cabeza y había imaginado decenas de reacciones posibles condicionadas por las experiencias anteriores. Ninguna se parecía a lo que pasó en realidad.
Me sentía fuerte y decidida, pero aún así me imponían respeto. Así que solté el bombazo durante un trayecto en coche en el que no les veía las caras porque iba sentada en la parte trasera.
- “He pedido una excedencia de 6 meses en el trabajo y me la han dado. Me voy a viajar sola por Asia. Ya he comprado el billete de avión”
- “Ah, muy bien. ¿Y cuándo te vas?”
No hubo emoción, pero no hubo reproches. Era una decisión tomada y así lo comuniqué. Cómo sabían que no había nada que pudiesen decir, no dijeron nada. Y desde entonces, nuestra relación ha cambiado porque cuando hablamos de mis decisiones de vida no lo hago desde una posición en la que pida permiso, sino desde una posición en la que informo con franqueza de mis planes y sueños y recibo con amor sus sugerencias y preguntas.
Desde aquel día, se acabaron los reproches. Y sé que se acabaron porque demostré ser capaz de tomar mis propias decisiones, porque les obligué a trabajarse sus miedos mientras yo combatía los míos. A fuerza de kilómetros y distancia entendieron que mi mejor versión caminaba con una mochila al hombro, que las noticias no siempre cuentan toda la verdad, que un lugar remoto nunca está suficientemente lejos como para no poder volver a casa en un día y medio. Aprendieron a estar felices con mi felicidad y a estrujar su corazón en un puño un poquito menos fuerte. Y yo sé que secretamente ellos están orgullosos del día que decidí dar un golpe en la mesa y dejar de pedir permiso para vivir una vida que pocos vivían pero que era la que yo había decidido vivir.
Así que, si esto te resuena, recuerda ¡no pidas permiso!