(Parte II)

Entrando a la playa de Nungwi aprendimos la primera lección de swahili. Los vendedores que esperaban sentados en la arena a la puerta de sus puestitos de artesanía coreaban a nuestro paso la palabra “jambo”. Tras unos pasos sin darles respuesta nos explicaron que nosotras debíamos responder “poa”. Aquella danza dialéctica entre jambo y poa sería el baile común durante el resto de días en la isla. De repente escuché “hakuna matata” y evocando mi amor por el rey león pensé que estaban de broma. Pero no, las palabras de mi peli de infancia provenían de aquella lengua extraña y “hakuna matata” se usa mucho en el país. No es solo una frase, diría que es más bien una filosofía de vida, y significa algo así como ningún problema, vive el presente sin preocupación. Y es que el entorno acompañaba a dejar los problemas a un lado, a volar con el viento ya dejarse mecer por las olas en un mar turquesa de infinita belleza.
Desde que me había aficionado al snorkel unos años antes, había adquirido cierta obsesión con las aguas cristalinas, por lo que verme de repente en una playa de arena blanca, que parecía harina, con un mar color aguamarina extendiéndose ante mi me hacía dar saltitos de emoción. La playa era larga y extensa, flaqueada por palmeras y por complejos hoteleros que desmerecían un poco el entorno. Por suerte, no había demasiada gente, ya que “escogimos” para ir la temporada baja de la isla, donde había una alta posibilidad de lluvia pero que tenía la ventaja de poder encontrar mejores precios y menos turistas.
Tardamos muy poco en lanzarnos al agua a disfrutar de aquel paraíso recién descubierto. En la orilla unos barcos de madera, vela y aspecto ajado se bamboleaban al compás del viento. Más tarde sabríamos que esas embarcaciones recibían el nombre de Dhows y que eran los barcos que tradicionalmente se usaban en la isla para todos los fines. Y de repente los vi…¡Había dos Masais en la playa!
“Tia mira, que hay Masais!”
“deben trabajar para el hotel, y estarán disfrazados para entretener a los turistas”.
Cuando salimos del agua y tras estar un rato en la arena nos dimos cuenta de que había Masais por todos lados, más de los que habíamos visto en un principio. Mi teoría de la animación hotelera empezó a hacer aguas cuando vi a un chico joven, vestido de Masai, ataviado con el traje y lleno de abalorios corriendo por la playa, haciendo deporte. Acostumbrada a mis estándares de runners occidentales, jamás hubiese osado imaginarme a alguien corriendo envuelto en un pañuelo, con chanclas y cargando kilos de collares y pulseras de cuentas. Mi curiosidad tuvo la suerte de poder verse saciada cuando al acabar su carrera decidió acercarse a nosotras. Se llamaba Lohi, estaba corriendo para, según nos dijo, mantenerse sano, y sí, era Masai, uno de los de verdad. En aquel momento, en mi se mezclaba la emoción de haber conocido a un Masai y la extrañeza de haberlo hecho en una playa de Zanzibar. Poco a poco, y en un inglés rudimentario, nos contó que venía de una tribu que vivía en el Kilimanjaro y que venía a la isla a hacer temporada turística. Los valencianos nos íbamos a Ibiza a hacer temporada, y los Masais por lo visto iban a Zanzibar.

Me explotó la cabeza. Porque obviamente, en mi sesera primermundista no había cabido nunca el pensar que estas personas viviesen en un lugar que no fuese su tribu y que tuviesen trabajos distintos a cuidar vacas y construir casas de adobe. Pues bien, resulta que los Masais estaban muy bien valorados como personal de seguridad en los hoteles, ya que al tener fama de guerreros orgullosos, los hombres locales no solían meterse con ellos. Eran muchos los que venían durante meses a trabajar para después volver a su tribu. Lohi nos explicó que con lo que ganaba en pocos meses volvía a su tribu, compraba alguna cabeza de ganado y podía vivir bien el resto del año. Por lo visto era una práctica habitual y bastante extendida. También nos contó que no llevaban el traje como atracción turística, sino que simplemente era la ropa que habían llevado siempre y no sabían vestir de otra manera. Lucían sus vestidos y joyas orgullosos, ya que les hacía recordar al mundo quienes eran. Ellos eran Masais y sin duda nadie podía igualar su porte.
Tras tener la que fue una de las charlas más interesantes de mi vida tenía casi suficiente, pero al día le quedaban muchas horas. Durante la tarde, hablamos con muchos chicos, que no paraban de acercarse amablemente, sin que nos diese tiempo a plantearnos aún por qué no había mujeres. La mayoría quería vendernos algo. Allí se les conocía como beach boys y vivían de vender excursiones y demás a los turistas. Antes de ir a Zanzibar preparamos el viaje mínimamente y sabíamos cuantos días queríamos estar en cada sitio, pero a parte de eso, no habíamos planeado qué hacer en cada uno de ellos, así que los intentos de venta nos dieron para hacernos una idea de lo que tenía para ofrecer la zona de Nungwi. La que más nos llamó la atención fue la excursión que se ofrecía a la isla de Pnemba, un pequeño islote que por lo visto pertenecía a Bill Gates y que por lo que decían estaba rodeado de unos fondos marinos sin igual. Decidimos contratarla para el día siguiente.
Cuando llegamos al alojamiento Mzushi sostenía entre las manos el pescado más grande que hubiese visto en la vida. Por lo visto iba a cumplir su promesa y por la noche íbamos a tener banquete. Al volver a la habitación nos dimos cuenta de que tenía muchos agujeros en las paredes y que por ellos se colaba infinidad de fauna así que decidimos repartirnos el asesinato de los visitantes habituales teniendo en cuenta las fobias de cada una. Yo me encargaría de las arañas gigantes y Sandra de las cucarachas. Con las responsabilidades de exterminio repartidas y tras cumplir cada una con nuestra parte decidimos que podíamos relajarnos hasta la cena ya que por la noche nos habían invitado a una fiesta y el día estaba siendo muy intenso.
La cena fue una delicia, pues resulto que Mzushi era un chef brillante. Además del pescado había preparado distintos platitos entre los que era imposible elegir el mejor. Comimos junto a su hijo pequeño, un matrimonio de rusos y un español que se llamaba Julian. Fue una velada especial, con luz tenue y el canto de las chicharras amenizando, que me reafirmó el placer que encontraba en las cenas compartidas con desconocidos. Los rusos acabaron sacando una botella de vodka casero y nos fuimos a la fiesta bastante contentos.
Cuando planeamos el viaje en ningún momento se nos pasó por la cabeza que allí encontraríamos fiesta, pero la había, al igual que en casi todos los lugares del mundo que he visitado, y era mucho más intensa de lo que podríamos haber imaginado, sobretodo teniendo en cuenta que estábamos en un país musulmán. La fiesta era en un club cerca de la playa, había mucha gente, locales y extranjeros, música fuerte y alcohol a raudales. Fue divertido, bailar entre Masais y tanta gente con el ritmo corriéndole por las venas.
De vuelta a nuestra habitación tuvimos la visita de una rata que nos hizo envolvernos en la mosquitera con ganas, y también un moscardón humano rondando nuestra habitación toda la noche. El dueño del alojamiento había bebido de más y se pasó toda la noche aporreándonos la puerta para que le dejásemos entrar. Pasamos un buen rato de risa floja sin poder creernos la situación y pensando que en algún momento pararía. Tras ese rato la situación dejó de ser graciosa y se instaló en nosotras el primer atisbo de miedo.
“shhhh, calla! Que piense que nos hemos dormido”.
Nos acurrucamos en la cama cogiéndonos de las manos.
“Joder, no para…Va borracho, alomejor si salimos, entre las dos podemos con él”.
“No tia, a ver si va a salir mal y acaba haciéndonos algo”.
Tras un diálogo en bucle, decidimos intentar dormir con los golpes en la puerta y la cantinela de fondo. Qué triste ser mujer en aquel momento… Estábamos jodidas pensando que un loco estaba intentando tirarnos la puerta abajo para intentar hacer vete tú a saber qué, y además intuíamos que si le causábamos muchas lesiones intentando defendernos podíamos incluso salir mal paradas a efectos legales. Conseguimos dormir algo y a la mañana siguiente decidimos ir a hablar con él, cantarle las cuarenta y exigirle que nos pidiese disculpas. Simplemente se rió.
La excursión a la isla de Pnemba fue algo para recordar. Navegábamos en Dhow surcando las aguas turquesas. Nos colocamos en el techo de la embarcación dejando que el sol y el viento nos fuese curtiendo la piel. Al lanzarnos al agua vi los primeros corales de mi existencia y aluciné con la variedad de colores que escondía el fondo. Peces tropicales, estrellas de mar gigantes, plantas desconocidas… Un verdadero espectáculo. El mundo se paró con mi cabeza bajo el agua. Tanto que cuando la saqué y quise volver al barco comencé a darme cuenta desesperada que la corriente era más fuerte que yo. Nadaba y nadaba pero prácticamente no me movía del sitio. Un pequeño pánico me invadió así que empecé a pedir ayuda sintiéndome muy ridícula. Prefería el ridículo a morir ahogada. Un chico del que nos habíamos hecho amigas me vio y me lanzo un salvavidas. Mi primer rescate en el mar.

Tras encontrarnos a salvo, ya cerca del barco, decidimos darle uso al salvavidas, así que enganchamos nuestros pies en el y nos tumbamos sobre el agua a dejar que el mar nos meciese. Bajo nuestras espaldas un mar cristalino repleto de vida, sobre nuestras cabezas un sol de justicia que no presagiaban las previsiones meteorológicas. A un lado un barco de madera y al otro una isla paradisiaca que el dinero había conseguido comprar. Sentí que quería vivir así para siempre, bajo el sol, en comunión con la naturaleza y dejándome mecer por las olas del mar o de la vida.
Cuando pensábamos que el día no podía mejorar emprendimos el camino de regreso. El barco paró a unos metros de una playa desierta. Unos chicos se lanzaron al agua y cogieron al vuelo los pescados que les lanzaban desde el barco. Nos avisaron de que comeríamos allí así que nos tiramos al agua sujetando las mochilas por encima de nuestras cabezas para llegar a aquel paraíso absoluto. El staff se afanó en encender una hoguera, cocinar los pescados y algo de arroz. Y comimos allí, prácticamente solas, en uno de los lugares más bellos del mundo y sintiendo que no podíamos ser más afortunadas.

Tras un día maravilloso, por la noche quedamos en una fiesta con gente que habíamos conocido. He de reconocer que soy de naturaleza inocente y confiada, pues la vida me ha hecho crecer durante años en la certeza de que pase lo que pase todo acabará saliendo bien. Ese carácter, que Sandra también comparte, nos hizo salir aquella noche de casa sin móviles y con el dinero justo guardado, como bien nos han enseñado nuestras abuelas, debajo de una teta. La noche, que confunde, nos hizo separarnos. Cuando quise darme cuenta era muy tarde, no sabía dónde estaba Sandra y tampoco donde estaba yo. En mi mente tomé la decisión de coger un bajaji e irme a la guest house, pero la gente con la que estaba me dijo que eso era imposible, que a esas horas ya nadie iba por los caminos. Era peligroso y además se aproximaban elecciones. Me invitaron a quedarme a dormir en el bloque donde ellos dormían que era donde se alojaban los trabajadores de los hoteles y de las empresas de deportes acuáticos. No podía hacer otra cosa, así que acepté.
Fuimos al sitio y subieron a buscarme unas llaves. Me quedé sola, en medio de la oscuridad, rodeada de vegetación, sin saber dónde narices estaba, qué iba a ser de mi, ni donde estaba mi amiga… Entonces pensé muy fuerte...
“En qué coño estabas pensando Sheila?”.
Tras unos minutos de espera empecé a dudar de si mis amigos volverían y maldije mi inocencia. Al final aparecieron y la verdad es que todo salió bien. Me acogieron y por la mañana llamaron a un amigo para que me acompañase caminando a mi alojamiento. Durante el camino de vuelta me encontró Mzushi y me llevó de vuelta a casa. Estaba preocupado. Todos lo estaban. A Sandra también le pilló la noche fuera, pero consiguió volver nada más empezar a amanecer, y desde entonces llevaban horas preguntándose dónde estaba. Me sentí mal, pero no había tenido forma humana de avisar. La noche anterior ninguna de las dos habíamos contado con que no podríamos volver a casa. Nunca habíamos estado en un lugar en el que a partir de cierta hora era realmente peligroso salir a la calle y más aún siendo Mzungu (extranjera). Aprendí la lección, y desde entonces NUNCA me separo de alguien sin que hayamos acordado una forma de comunicarnos o un lugar donde encontrarnos.
Cuando llegué, Sandra estaba enferma en la cama con un color que nunca había visto en una persona. Estaba completamente gris y no paraba de vomitar. Aún así se alegró mucho de verme.
“Uf menos mal. ¡Estas bien!”.
“Sí, pero ya veo que tú no.”
“Ha sido el hielo”.
Tampoco habíamos tenido ningún cuidado en seguir las recomendaciones sanitarias. Me fui a buscar a una médico española que se alojaba en el mismo sitio, y tras tratarla y prepararle suero, Sandra al fin pudo dormir. Yo salí, algo mareada, hambrienta, y con el bajón que da de repente el por fin sentirte a salvo. Un matrimonio australiano que estaba preparando su comida me invitó a comer con ellos y desde luego no lo rechacé. Después María, la médico y su amigo keniata me invitaron a ir con ellos a la playa, plan que acepté, ya que por el momento lo único que podía hacer por Sandra era dejarla dormir. Sin embargo, decidí volverme antes que ellos, demasiado preocupada por mi amiga como para estar más rato. Se hizo imposible localizar a Mzushi por mucho que lo llamase, así que la única alternativa que me quedaba era recorrer a pie los varios kilómetros de caminos que separaban la playa de nuestro alojamiento, bajo un sol abrasador y regados con la emoción de saber que nací sin ningún tipo de capacidad de orientación. Llegué. Aún con resaca tremenda y con la piel quemada, me tumbé al lado de Sandra, que ya había recuperado su color de humana y le dije:
“Vamos a recoger, creo que ha llegado el momento de irnos de aquí”.
Aquella tarde nos fuimos a Kiwengwa, un poblado costero donde empezamos a ver la verdadera pobreza. Nuestro hotel que se llamaba Baby Bush en honor a los pequeños monos que rondaban por la zona, estaba rodeado por un montón de chabolas, pero tenía un aire verdaderamente encantador. Habíamos vivido dos noches de estancia en la isla con la intensidad de una semana, así que, tras cenar el plato más barato de la carta, porque empezábamos a quedarnos sin dinero, no pudimos siquiera llegar a la cama. Nos tumbamos a descansar en un sofá que había fuera de nuestra habitación, donde llegaba el sonido de las olas del mar, la luz de la luna, una brisa fresca y los soniditos de los pequeños Baby Bush. Y allí nos encontró el sueño, en nuestro pequeño oasis de paz, mientras estábamos esforzándonos por vivir la vida con total intensidad.