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El destino me trajo a Hawaii


Cada vez que me dirijo a un nuevo destino, siento que un folio en blanco se presenta ante mí. Ese momento de partir y tomar un nuevo camino está lleno de incertidumbre. Mi mente intenta imaginar que me deparará el nuevo destino, haciendo un puzle con las pocas piezas certeras que puedo encajar. Y esas piezas suelen ser escasas, ya que cuanto más viajo menos planeo. No es que me haya enganchado a la adrenalina que provoca la incerteza. Creo que más bien se debe a que cada vez confío más. Confío en que todo se dará y que acabará saliendo bien. Confío en que el camino correcto se abrirá ante mí. Y confío en mí, en mi capacidad resolutiva y de adaptación.


Hawaii no estaba en mis planes. Venir a este archipiélago era para mi un sueño que aún veía inalcanzable. En España, cuando uno de mis pasatiempos favoritos era buscar vuelos en skyscanner, busqué varias veces billetes a Hawaii. Los precios que aparecían estaban fuera de mis posibilidades, así que me convencí de dejarlo para un futuro en el que me imaginaba con los bolsillos más llenos o surcando el océano Pacífico a bordo de un velero.


Un día, hablando con Gaby, comenzamos a hablar de Hawaii. Mi a veces sorprendente desconocimiento geopolítico salió a la luz cuando me dijo que el archipiélago pertenecía a los Estados Unidos. Me avergoncé un poco de mi ignorancia, pero se me pasó enseguida cuando escuché como decía:


- Creo que desde la costa oeste los vuelos salen muy baratos.


Aquella conversación plantó en mi una semillita de deseo, que explotó sin pasar por las debidas fases de crecimiento cuando comprobé media hora después que desde San Francisco se conseguían vuelos a Hawaii por 70€. Rápidamente me pregunté cuándo iba a volver a estar a 70€ de distancia de unas de mis islas soñadas. Tal vez nunca. Así que en un día había decidido que iría a Hawaii.


Tras investigar un poco, descubrimos, que este archipiélago, el más remoto del mundo, es también el estado más caro de USA. Teníamos la opción de comprar un vuelo barato, ahora faltaba buscar la manera de hacer que la vida en la isla también lo fuese. Chequeamos Couchsurfing, y vimos que no iba a ser la plataforma que nos salvase esta vez, ya que los anfitriones recibían cientos de solicitudes. Así que probamos con Workaway. Escribimos a diferentes granjas, y cuando una nos contestó que podíamos ir, compramos el pasaje sin pensarlo mucho más.


Teníamos un lugar donde dormir y también comida gratis durante los días que trabajásemos. Faltaba averiguar como no caer en bancarrota durante los días que librábamos, y en los que por supuesto, queríamos recorrer la isla, la Big Island de Hawaii. La logística parecía complicada, ya que la red de transporte público es muy pobre y nuestra granja estaba en medio de la nada; y el alojamiento era un quebradero de cabeza, ya que la cama más barata en la habitación compartida de un hostel vale 50€ por persona. Así que, como al pensar en ello lo veíamos negro, decidimos no pensarlo. Sabíamos que una vez allí encontraríamos la manera.


El día que volamos, un hombre con camisa hawaiana y actitud abstraída se sentaba a mi lado. Parecía que volvía a casa, así que lo tome como el primer regalo del viaje. La primera oportunidad de hacer un amigo que abriese un claro en la tupida incerteza que teníamos delante. Al principio no hablamos. Él con sus cascos. Yo abstraída en mi escritura. Pero al rato, cuando la tripulación pasó ofreciendo bebida, yo pedí una cerveza y él un whysky.


Quizás sea triste, pero es una realidad el hecho de que el alcohol une. Brindamos, y ya no dejamos de hablar en todo el trayecto. Me conto sobre su interesante vida, me habló de sus hijos, que también eran viajeros, se interesó por mi historia y me dio varios consejos sobre la isla. Habíamos conectado. Cuando se dio cuenta de cómo viajábamos, noté como algo cambió en él, aquel hombre había decidido ayudarnos.


Le contamos nuestro plan de dormir en el aeropuerto, ya que no queríamos pagar un hostel carísimo para pasar solo unas horas. A las 6 de la mañana queríamos coger un autobús que nos llevase al otro lado de la isla (3h de trayecto), para poder llegar pronto a la granja. Se quedó pensativo y nos explicó que lo de dormir en el aeropuerto no iba a ser fácil, ya que no era un aeropuerto común y estaba todo abierto, así que íbamos a tener que dormir al raso. También nos explicó que no había transporte público desde el aeropuerto a la ciudad, así que deberíamos pagar un taxi.


Cuando llegamos y salimos de la terminal comprobamos que era verdad lo que Bobby, que así se llamaba, nos había dicho. Nos miro decidido y nos dijo:


- Tomad unos minutos para ver como os sentís, si decidís no quedaros aquí, mi mujer viene a recogerme y podemos llevaros a dónde necesitéis.


Decidimos que era absurdo quedarnos allí, ya que para dormir al raso, mejor hacerlo cerca de dónde se suponía que pasaba el autobús. Así que cuando vino la mujer de Bobby, nos metimos en el coche y nos echamos a la carretera. Nos decidimos por una playa cercana, pero cuando llegamos estaba cerrada. Así que optamos por ir directamente a la parada de autobús.


La parada estaba lejos de todo, en un área bastante oscura, justo enfrente de los juzgados de la ciudad. Aquel matrimonio de personas bonitas que se habían desviado varias millas en dirección contraria a su casa para ayudarnos, nos dejaron allí con un poco de indecisión. Nos ayudaban desde el corazón, pagando una pequeña deuda kármica por todas las personas que habían ayudado a sus hijos en sus viajes. Y así nos dejaron allí, con la preocupación de dos padres que dejan a sus hijas durmiendo en la calle. Eso sí, con la promesa de que si necesitábamos cualquier cosa los llamaríamos.


Muy poco tardó en aparecer una mujer de seguridad con su coche patrulla. Paró y nos preguntó qué hacíamos allí. Yo me acerqué conciliadora para contestar a sus preguntas y ella me ordenó que diese unos pasos atrás. Guau. Éramos homeless por una noche y ahora nos trataban casi como delincuentes… Nos advirtió que no podíamos acercarnos al edificio, y que nos podíamos quedar únicamente en la parada de autobús. No tardó en añadir que no era buena idea. Y nos advirtió de que por allí pasaban personas sin hogar durante la noche. Tras la charla, nos quedamos muy intranquilas, así que decidimos echarnos la mochila al hombro y marcharnos de allí. Estábamos literalmente en la calle.


Mientras caminábamos, el coche pasó de nuevo por nuestro lado, y al vernos caminando paró.


- ¿Dónde vais?”, nos preguntó enfadada.


Le explicamos que íbamos a buscar otro lugar porque estábamos intranquilas después de lo que nos había dicho.


- No, de eso nada, no os vais. Podéis quedaros delante del edificio, siempre que no paséis ese cartel. Hay cámaras y nadie va a atreverse a acercarse a hacer nada, y además yo estaré pasando toda la noche. Es el lugar más seguro.


Vaya, parecía que aquella mujer había empezado a ablandarse y no quería dejarnos vagando a nuestra suerte por las calles de Kona.


Cuando ya habíamos montado el campamento base y hasta nos habíamos quitado los zapatos, apareció Alice, la mujer de seguridad. Alice era una mujer muy grande, de piel tostada, y con los característicos rasgos de la gente de la Polinesia. Caminaba orgullosa con su uniforme y se acercó a nosotras con un semblante mucho más relajado y un zumo en cada mano.


-Os he traído un zumo. Siento no tener nada de comer para ofreceros – dijo de manera sincera.


Aquel gesto nos enterneció. Tras aquello nos quedamos hablando mucho rato con ella. Nos contó que era de Samoa. Tenía hijos y trabajaba jornadas maratonianas que no le dejaban casi tiempo para estar con ellos. Su trabajo era aburrido, y parecía que nosotras éramos el entretenimiento de su noche. Cuando se fue de vuelta a su garita estuvimos seguras de que con aquella mujer, que parecía habernos amadrinado, estaríamos a salvo.


El día que llegué a Hawaii fue el primer día que dormí en la calle. He dormido en muchos sitios diferentes, incluso en muchos suelos. Transportes, estaciones, aeropuertos, terrazas, jungla, jardines, playa… Pero nunca en la pura calle.


No teníamos nada que colocar en el suelo, así que dormimos directamente con nuestras ropas sobre el cemento. La noche comenzó a refrescar, y la experiencia comenzó a hacerse más dura. Abrí la mochila, y me puse encima toda la ropa de abrigo que tenía. Aún así, no fue suficiente. Pasamos mucho frio.


Alice intentó ayudar dejándonos subir las ecaleras hasta la puerta de los juzgados, para ver si allí estábamos más resguardadas. No ayudó mucho. Aún así me resultó curioso como una mujer que me había mandado dar pasos atrás para no acercarme a ella acabó trayéndonos zumos y jugándose una regañina por dejarnos dormir en la puerta de los juzgados.


Cuando amaneció, el autobús que esperábamos nunca apareció, tampoco fue fructífero el autostop. Aún así decidimos sonreírle al día e irnos con la casa a cuestas a disfrutar del primer rato de playa en Hawaii. Cuando estábamos preparándonos de nuevo para intentar ir a coger el próximo autobús, nos llegó un mensaje de Bobby para ver si ya estábamos en Hilo. Le contamos lo que había pasado y que nos disponíamos a ir a otra parada de bus a ver si esta vez teníamos más suerte. A los 10 minutos apareció con su flamante descapotable para ofrecerse a llevarnos a la parada. Así que, en aquel coche de ricos viajaron nuestros cuerpos sucios, salados y cansados. En un coche conducido por alguien que parecía haberse convertido en nuestro nuevo ángel de la guarda.


Fuimos homeless por una noche, pero estábamos llenas de agradecimiento, porque sin duda, Hawaii estaba tratándonos bien.

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