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Dos bolsillos vacíos y una odisea en Dalla Dalla

Actualizado: 9 feb 2021

(Parte IV)

Kiwengwa nos trajo la tranquilidad que necesitábamos tras aquellos días de ajetreo, pues allí, ciertamente había poco que hacer más que pasear por la playa, colgarse de una hamaca y dejarse llevar por el ritmo de la vida. Despertamos a la calidez del día con la primera inhalación llenita de humedad. La humedad y el calor tropical son regalos que me hacen sentir al instante el placer de estar viva. Desayunamos envueltas en esa calidez y en la calma que trae el no escuchar ningún sonido ajeno a la naturaleza. Allí no se oía más que las hojas de las palmeras sacudidas por el viento, las olas del mar, y el pulso de nuestra respiración.


La playa, extensa, blanca y bucólica se encontraba a merced de las mareas por lo que solo te podías bañar algunas horas del día, el resto, el mar se tragaba una gran masa de agua, en un fenómeno que a día de hoy aún me cuesta entender, y convertía la playa en una inmensa piscina con un palmo de agua, que se extendía kilómetros mar adentro hasta el arrecife de coral. Creo que fue la primera vez, que consciente, experimenté el poder de las mareas. Pues yo, como dice la canción de Serrat, nací en el Mediterráneo, y aquí el nivel del mar varía solo unos pocos centímetros a lo largo del día, así que para mí, aquello, era algo parecido a la magia. En un primer momento aquello me molestó, pues estaba en la playa pero no podía bañarme. Sin embargo, pronto me enamoré de las posibilidades que ofrecía. La marea baja exponía un espectáculo bajo aquel palmo de agua, pues lo erizos, de muchos colores y las estrellas de mar quedaban expuestas bajo un manto de agua cristalina, y algunos peces, atrapados en piscinas naturales. Se podía caminar cómodamente mar adentro, y si caminabas lo suficiente llegaba un momento en el que te encontrabas en un escenario irreal, a kilómetros de la costa y envuelta de agua por todos lados.


Por la playa paseaban hombres locales que iban a pescar y a recoger moluscos. Amablemente intentaban mostrarnos los erizos y las estrellas sacándolas del agua y dándonoslas para que las cogiésemos, intentando de ese modo ganarse una propina que les ayudase a hacer algo más llevadera la jornada. En aquel momento yo no sabía como de perjudicial es para las estrellas y los erizos estar fuera del agua. A día de hoy no se me ocurriría aceptar tal oferta.




Pasamos un par de días en el pueblo, dando paseos por la playa, caminando entre las casas del poblado y viendo la vida local, jugando al bao, flotando en la pequeña piscina del hotel, meciéndonos en la hamaca y dejándonos envolver por la brisa marina mientras dejábamos volar la mente.


Un día, caminando por la playa encontramos lo que parecía ser una “granja” de algas donde había mujeres trabajando. Nos llamo la atención, pues nunca habíamos visto un lugar donde se cultivasen algas, pero sobre todo porque por fin veíamos mujeres en la playa. Trabajaban vestidas y con las cabezas cubiertas. Estaban ensimismadas en sus quehaceres y con el agua cubriéndoles las rodillas cuando nos acercamos a curiosear. En cuanto nos vieron se irguieron alerta, y con cierta agresividad nos gritaron:


“dollar, dollar”

“No dollar no see. No dollar no picture”


Así que nos dimos la vuelta. Nuestro gozo en un pozo. No había sido un encuentro agradable y además nos había hecho recordar que dollars dollars nos quedaban bien pocos. No habíamos calculado bien el presupuesto. No habíamos contado con excursiones, ni fiestas, ni el precio real del transporte… Por culpa de nuestro calculo optimista estábamos a varios días de volver a Stone Town (la única ciudad con cajero de la isla) y nos acercábamos a la bancarrota. Recortamos presupuesto al máximo y contamos el dinero que nos quedaba cientos de veces haciendo montoncitos para ver si nos llegaba para los siguientes días, pero por muchas vueltas que le diésemos estaba claro que no llegábamos ni haciendo malabares. Así que urdimos un plan. Al día siguiente haríamos el trayecto hasta Paje, nuestro próximo destino, en dalla dalla y una vez que hubiésemos llegado a Paje, dejaríamos las cosas en el hotel y cogeríamos otro dalla dalla para ir a la ciudad a sacar dinero. Las distancias eran largas, pero no parecía un mal plan.


Todavía no habíamos usado los dalla dalla, que eran los autobuses locales, ya que antes de ir, leyendo foros, vimos que los viajeros no los recomendaban. Pero habíamos llegado a un punto en el que éramos realmente pobre y era eso o nada. Así que hablamos con el hombre que regentaba el hotel para que nos explicase donde teníamos que cogerlo. Lo digo en singular porque somos optimistas, y creíamos que cogiendo uno solo llegaríamos a nuestro destino. Nada más lejos de la realidad. El hombre nos explicó que teníamos que coger tres dalla dalla diferentes para llegar a Paje y unos cuantos más para alcanzar Stone Town. Con toda su buena intención nos explicaba dónde hacer los transbordos, pero a la segunda palabra estábamos ya perdidas, así que le pedimos por favor que nos escribiese los nombres. Así que a la mañana siguiente salimos con las mochilas a cuestas y con una servilleta en la mano en la que llevábamos un croquis de todos los transportes que teníamos que coger. No podíamos más que reírnos pensando en la gesta que nos esperaba, pues el plan, muchas probabilidades de éxito no tenía.


Llegamos al lugar donde se cogían los dalla dalla. No diré que era una estación, porque ciertamente no lo era. Era un descampado de tierra donde habían parados unos cuantos vehículos. Para que podáis haceros una idea, un dalla dalla es una especie de camioncito que está abierto por la parte trasera y a la vez tiene dos franjas abiertas en ambos laterales. Dentro hay tres bancos donde sentarse, uno al fondo y dos a los laterales. Al llegar gritamos el nombre del lugar donde íbamos y rápidamente nos indicaron en cuál teníamos que montar. Cuando llegamos delante uno de los chicos nos dijo que le diésemos las mochilas y las empezó a subir al techo del camión junto a varios hatillos de troncos, material de construcción y demás enseres. En mi mente vi mi vida metida en aquella mochila (pasaporte incluido) y me imagine todas las cosas non gratas que podían pasar sin tenerla a la vista, pero todo eso dejó de preocuparme en un instante. Nos dijeron que subiésemos y me adelante para hacerlo. Al asomar la cabeza vi que estaba muy lleno. La gente estaba arriba como sardinas en lata, apelotonados incluso en el pasillo central. Me giré y le dije a Sandra que no cabíamos. El chico me miraba un poco perplejo sin entender por qué no subíamos. Le expliqué que no cabíamos y me miró sin entender. Le dije que nos diese las mochilas, que esperábamos al siguiente, pero él insistía.


“Go up. Go up. No more to your destiny”


Miré a Sandra perpleja. Y subí el primer pie al camión sin saber donde se suponía que tenía que poner el siguiente sin pisar las extremidades o las cabezas de los demás pasajeros. Todo menos dejar ir nuestras mochilas en el techo de aquel camión sin que nosotras fuésemos dentro. Al entrar, la gente empezó a recolocarse dejando algún centímetro libre entre el que podía ir metiendo alguna parte de mi cuerpo. Pisamos a mucha gente y nos rozamos con todos hasta que llegamos a la parte de atrás donde por arte de magia los cuerpos se recolocaron para dejar libre un espacio diminuto de banco donde poder meter nuestros dos culos. Juro que tras ello no quedaba un centímetro libre. Pero tras nosotras aún subió alguna persona más, y como toque final, subieron también a unas cuantas gallinas. Aquella tartana superpoblada arrancó, lo que pese al traqueteo incómodo de las carreteras en mal estado fue un alivio ya que ayudó a que entrase un poco de aire en aquella jaula llena de sudor y humanidad. El dalla dalla paró y pensamos que alguien bajaría, pero no, lo que hizo fue subir más gente.


“¿Enserio va a subir más gente? ¡Si no caben!”


Pues sí que cabían. La gente que entraba comenzaba a sentarse sobre las piernas de los demás pasajeros, hasta que por falta de espacio nuestras piernas también fueron necesarias para alojar a pasajeros. Así que en una de esas paradas más gente subió y dos personas se sentaron sobre nosotras. No pudimos más que mirarnos y descojonarnos. El miedo a perder las mochilas se vió sustituido por el miedo a morir asfixiadas, pero todo se volvió tan hilarante como para dejar de pensar cuando una gallina se lanzó por la ventana. El camión paró, y como si fuese algo muy cotidiano alguien saltó del techo, fue corriendo tras la gallina y la volvió a meter por la ventana. Eso pasó varias veces durante el viaje.



Entre todos esos cuerpos, que se aplastaban unos contra otros, nosotras intentábamos gritar bien claro el destino al que nos dirigíamos para que alguien se apiadase y nos indicase donde bajar. Al final, tras varias horas de viaje, cambios de dalla dalla y lucha por nuestra vida conseguimos llegar al pueblo de Paje, sanas y salvas y sin que nadie hubiese robado nuestras mochilas. Nos sentíamos triunfales. Habíamos sobrevivido a la odisea y nuestra servilleta de papel, junto a nuestro atrevimiento habían demostrado ser suficientes para llevarnos a nuestro destino.


Tras llegar tuvimos que caminar varios kilómetros con las mochilas a cuestas para llegar a nuestro alojamiento, que era un hostel que estaba en primera línea de playa. El camino, bajo el sol y cargadas con las mochilas fue duro. Pero nada podía borrar la alegría que nos daba el poder respirar de nuevo. Finalmente, llegamos a Teddy’s Place, donde nos alojaríamos los siguientes días, y le contamos a la dueña toda la odisea del dinero y que teníamos la intención de dejar las cosas y continuar hasta Stone Town para encontrar un cajero. Ella nos miró divertida y decidió echarnos un cable. Nos dijo que podíamos hacer una cuenta en el hostel y pagarlo todo el último día con tarjeta y un 10% de recargo. Aceptamos sin dudarlo, porque a parte de que no teníamos ganas de coger seis dalla dalla más a lo largo del día, habíamos llegado a otro paraíso y haríamos lo que fuese por no tener que movernos de allí.


El hostel estaba todo construido con bambú y hojas de palmera. Nuestra habitación era una cabaña de palma trenzada y tenía el suelo de arena de playa. ¿Queeee? A efectos prácticos es realmente incómodo que el suelo de tu habitación este lleno de arena, ¿pero y el lado romántico de que el primer pie que toca tierra por la mañana lo haga directamente en arena coralina? Nos flipó. Todo el hostel estaba lleno de palmeras y arena y un camino bien corto te llevaba directo hasta una playa inmensa y preciosa donde decenas de personas practicaban kitesurf con sus cometas coloridas.


Qué días tan bonitos pasamos bajo aquel cielo...Pero esa, es otra historia...


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