
Aquí es ya de noche…Una vela titilea delante de mi. Su llama se mueve fuerte y se resiste a apagarse. El aire del ventilador la azota con fuerza. Ayer dejé San Cristóbal y descendí hasta Palenque. Aquí el calor húmedo vuelve a hacerse notar y el ventilador se hace necesario para sobrellevar las noches. Atrás quedó la temperatura agradable y las noches frescas de Sancris.
En Palenque todo está rodeado de selva, y es de hecho en la selva donde dormimos. Unas pequeñas cabañas, entre árboles y frente a un rio. Las paredes son de cemento, pero solo se levantan un metro. El resto de la altura de la cabaña la ocupa una eterna mosquitera. Aquí no hay necesidad de cerrar la ventana. La lluvia resuena y resbala por el techo de chapa, el frio nunca llega, y bajo ningún concepto quiere alguien aislarse de los sonidos de la selva.
Ahora mismo se escucha una amalgama curiosa de animales salvajes. Muchos insectos, pájaros y alguna rana. Ayer me dormí a las 8 de la tarde. Me tumbé en la cama a leer y el sonido de la selva me meció de tal forma que me mantuvo durmiendo por 11 horas. No puedo evitar sentir este ecosistema húmedo como casa. Estoy segura de que esa sensación viene por la asociación que hace mi cerebro con la selva de Sumatra, donde cree un hogar lejos del hogar.
Ayer, íbamos caminando hacia las ruinas de Palenque cuando nos desviamos por un camino buscando algo. Seguimos y seguimos, hasta que al llegar a lo alto de un cerro nos dimos cuenta de que nos habíamos perdido, así que decidimos volver. Cuando ya estábamos acercándonos de nuevo a la carretera principal comenzamos a escuchar un sonido muy fuerte. Ciertamente parecía de algún animal pero no sabíamos identificar de cuál. Parecía de un elefante furioso. Pero no hay elefantes en América. ¿Un jaguar? No sabíamos a qué nos enfrentábamos, pero sí éramos conscientes de que estábamos cada vez más y más cerca. El sonido comenzaba a ser ensordecedor.
De repente vimos a un colectivo (minifurgonetas de transporte público) venir hacia nosotros. El copiloto nos hacía señas y el conductor paró. Para nosotros era obvio que nos iban a invitar a subir porque algo peligroso estaba ocurriendo. El hombre nos preguntó si íbamos hacia la ciudad, y tras contestarle negativamente siguió su camino. Si la gente actuaba tan normal, al menos no debía ser un jaguar…
Nos fuimos acercando poco a poco, con los pelos de punta ante tal sonido amenazante. De repente los vimos, en las copas de los árboles. Monos. Completamente negros. Había varias parejas, una cría y un par de machos dominantes gritándose entre si.
Aún no puedo dominar la emoción que me embarga cuando veo a animales en estado salvaje actuando como si yo no estuviese allí. Fue un momento espectacular.
Ayer por la noche, mientras dormía en mi pequeña cabaña, los monos decidieron venir de visita. Nos despertaron de madrugada con sus gritos ensordecedores. Pude reír, y me sentí feliz de haberlos visto el día anterior y saber a lo que se debía tal sonido aterrador. Sin ser así, el miedo se habría apoderado de mi sin ninguna duda.
Las cabañas son muy rústicas. No hay comodidades, ni baño privado. Una cama doble, con muchas historias pesando sobre su colchón, una silla de plástico degradado y una pequeña mesita componen el mobiliario.
Para llegar a la cabaña hay que travesar un caminito de selva custodiado por flores silvestres, plantas húmedas y árboles majestuosos donde las plantas parasitarias trepan por doquier buscando los escasos rayos de sol. En la parte de atrás de la pequeña cabaña fluye un pequeño rio, donde proliferan los mosquitos que no paran de picarme por doquier.
No me importa lo rústico del lugar, de hecho le encuentro el encanto. Mi cabaña, al no tener paredes ni ventanas me permite ver las estrellas tumbada desde la cama. Al despertar, solo necesito abrir los ojos para ver los primeros rayos de sol colándose entre los árboles y confiriendo al ambiente un tono anaranjado que solo dura unos minutos. A partir de ese momento, diferentes animales comienzan a escucharse, y con suerte, los monos aulladores vienen de visita a mostrar sus negros cuerpos mientras yo tan solo amanezco.
La zona de Palenque es famosa por sus ruinas arqueológicas. Templos, acrópolis, y edificios gubernamentales se extienden a los bordes de la selva y crean un entorno realmente mágico. Los arqueólogos tuvieron que ganarle el terreno a la selva para desenterrarlos. Muchos de ellos aún duermen bajo un manto de vegetación que permanece intacto. Y así debe ser.
Las personas que hoy habitan Palenque son conscientes de la historia de sus antepasados y del por qué de la decadencia del imperio maya y del colapso de sus ciudades. Los mayas acabaron con la selva que habitaban. Talaron los árboles para múltiples usos, pero sobre todo para elaborar concreto para sus construcciones. Para conseguir pulverizar la piedra de donde sacaban el material necesitaban llevarla a muy altas temperaturas, y para eso necesitaban muchísima madera. Así es como el clima cambio, alejando a la lluvia de los cultivos, y así fue también como la tierra dejó de ser fértil.
Caminando por la selva se pueden apreciar restos de las construcciones, sobre las que crecen árboles y diversa vegetación. Nadie sabe qué son esos miles de construcciones y tampoco quieren saber. Prefieren dejar dormir a la historia y asegurarse un tiempo más de vida en este planeta.
La región, como en todo Chiapas está plagada de agua, que se organiza en bellas cascadas y ríos. En ellos se puede nadar, meterse en jacuzzis naturales, saltar desde rocas, tirarse por cascadas que actúan como toboganes…
Chiapas, con su paisaje diverso y su gente auténtica, se va ganando día a día un gran hueco en mi corazón. Dentro de poco me voy, pero se que volveré. Hay proyectos de crecimiento personal que quiero emprender aquí. Pero además, hay un país enorme por descubrir y al que lavar la cara ante el mundo exterior. Porque puedo decir con la boca bien grande que México no se merece su reputación.