
Había dejado México hacía unos días. Allí, dije adiós a lo más parecido a una familia que había tenido en todo el viaje, y me lancé a la ruta, sola de nuevo. El día que me marché, me desperté aún de noche, desayuné mangos y aguacates, como de costumbre. Los agarré de las cajas que guardábamos afuera y que rebosaban verduras y frutas, pues todas las semanas se hacia la compra colectiva, para todos los habitantes de la casa. Estrujé los mango-piña, mordí la parte superior y empecé a sorber el jugo, dejando que me resbalase por la cara y me pringase también las manos. Disfrutando del momento, como había aprendido en los últimos meses.
Contenta, me puse la mochila al hombro, descargada de la pena que creía que me acompañaría, y más bien cargada de ilusión. Di un abrazo al árbol gigante que hacía de guardián de la casa. Miré atrás una sola vez y me lancé a las luces del alba. Mi aventura, tenía que continuar. O eso es lo que me decía a mi misma. La aventura debía continuar, porque mi objetivo era dar la vuelta al mundo, porque llevaba 8 meses viajando y seguía en México cuando se supone que debía llegar a Panamá en un año. Había ido muy lenta. Viajando de una manera que nunca antes me había podido permitir. Quedándome en los sitios, echando alguna raíz, permitiéndome estar y no solo saltar de un lugar a otro. Pero ese día de mañana fresca y amanecer rosado me sentía vigorosa, con la energía para viajar más rápido, como esos viajeros que conocía que se hacían Centro América en 3 o 4 meses. Si ellos podían, ¿por qué no iba a poder yo?
Los días siguientes en Guatemala fui un caldero en el que se mezclaban emociones de todo tipo. Por un lado estaba feliz de estar viajando de nuevo, de estar sola, de tener tiempo para mí, de conocer nuevos lugares, vivir nuevas aventuras… Por otro, estaba aburrida de conocer gente, tener las mismas conversaciones una y otra vez, no conectar, y decir adiós todo el rato.
Normalmente, cuando viajaba, siempre quería más, y por mucho que pasase nunca tenía ganas de volver a casa. Por lo visto, es que nunca había estado fuera de mi hogar durante tanto tiempo y nunca había nacido una sobrina mía mientras estaba de viaje. Este último factor me hacía querer teletransportarme todo el rato.
Otra mañana fresca, subiendo cuestas empinadas en el Lago Atitlán, cargando con un equipaje que crecía sin control y tras un cumpleaños en el que empecé eufórica y terminé el día triste, mi cabeza empezó a dar demasiadas vueltas. Una cosa tuve clara. Quería volver a casa de visita. Mientras esperaba el único autobús del día, porque ya estábamos en Semana Santa, no paraba de intentar pensar en la manera de poder hacerlo. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Desde dónde? No tenía conexión a internet, para contrastar mis ganas con la información que podía darme un buscador de vuelos. Así que pasé la mañana ajetreada, cambiando de un autobús a otro, equivocándome de paradas, y de direcciones. Al final llegué al medio de la nada, donde me dirigía, a la casa de una familia en las faldas del volcán Acatenango. Mientras las niñas me peinaban al sol, mientras leíamos cuentos, mientras hablaba con la señora de la casa, mientras paseábamos por el pueblo en busca de provisiones, en mi cabeza solo había una palabra: volver.
Cuando pude, y alguien me prestó un poco de conexión, miré vuelos, y me pareció que lo de volver no iba a ser posible. Los vuelos eran tremendamente caros. Así que seguí mi viaje, con la duda en la cabeza. ¿Valía la pena gastar ese dinero? Según avanzaba por Guatemala, entendía la necesidad de decidirme, pues mi destino sería diferente dependiendo de si España entraba en los planes o no lo hacía. Si no iba a España, seguiría viajando por Guatemala y desde allí cruzaría a Honduras. Si volvía, emprendería rumbo sur, pasando por El Salvador y Nicaragua.
Estando en Antigua, pasé a recoger unas zapatillas que me había dejado en un hostal donde me había hospedado y aprovechando el patio con sombra en un día caluroso, decidí sentarme un rato. En el sofá de al lado, un hombre hablaba por teléfono. Sin demasiada intención, escuché lo que decía. Parecía que al día siguiente marchaba hacia El Salvador.
Yo, siempre curiosa, y normalmente dispuesta a entablar conversación, le pregunté cómo iba a ir, ya que podía ser que yo decidiese ir para allá en los próximos días. Resultó, que aquel hombre era de El Salvador, estaba viajando con su familia, y al día siguiente se marchaban en su propio coche de regreso a su país. Les quedaba un asiento libre. A los 5 minutos estaba tomando una cerveza con él y su sobrino con una invitación en firme para irme con ellos al día siguiente.
Hay personas que no creen en las señales. Yo creo en ellas, abro los ojos para que aparezcan en mi vida y me dejo guiar por su llegada. Para mí, en aquel momento de confusión total sobre qué hacer y hacia donde tirar, esa invitación, fue la señal que esperaba. Cancelé las noches que tenía reservadas y a la mañana siguiente estaba montada en el coche de aquella linda familia con destino a El Salvador.
Elegir el Salvador, fue elegir España. Pero hacer la declaración de la renta y que me devolviesen casi lo que me costaba el billete de avión, fue la señal definitiva, así que en cuanto pude, compré el billete de avión y pasé el siguiente mes, sabiendo que volvía a casa. Solo por unos días, pero el caso es que volvía.
Pase el siguiente mes en Nicaragua debatiéndome entre las ganas de abrazar a los míos y las ganas de quedarme en esas tierras preciosas un rato más. Sabía, que el mes que me fuese iba a echar de menos la libertad del fluir sin tener que hacer nada, las lluvias torrenciales sobre techos de uralita, las cervezas con desconocidos, las noches de fiesta inesperadas, los volcanes, los kayaks, los corales, los monos, las calles sin asfaltar, los encuentros inesperados, el Caribe, el Pacífico, la jungla, la vida entre gente con la que compartes sueños…
Tenía ganas de pisar mi tierra, pero tenía miedo de lo que me podía encontrar. Dicen, que cuando te marchas de viaje, al volver te das cuenta de que nada ha cambiado, pero esta vez, sabía que no iba a ser así. Mi vida de antes ya no existía, porque la desmonté, pieza por pieza antes de marchar. Quedaba mi gente, que era la que me atraía de vuelta, pero ellos, lo sabía bien, también habían cambiado.
Así que miedos, ganas, añoranzas y amores me llevaron de la mano hasta el aeropuerto de San José. En una vuelta a casa sorpresa en la que esperaba poder asimilar todo lo que había vivido en los 10 meses que llevaba de viaje.