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Bailando al son de la vida


Lo que peor llevo de la vida en viaje son las duchas frías, las bacterias intestinales y las despedidas. Ahora me acompañan los tres factores, pero aún así esta vida de viaje me sigue haciendo feliz.


Después de caminar durante todo el día montaña arriba por caminos polvorientos, quería que el agua corriese por mi cuerpo, que se llevase toda la mugre que estaba adherida a él. Quería una ducha caliente, quería deleitarme en ese placer. Pero mi presupuesto no paga por duchas calientes aquí en Guatemala. Agradezco por tener agua corriente, pero aún así nunca me acostumbraré a las duchas frías y seguiré gritando sin vergüenza cada vez que me meto debajo de una.


Los viajes me han vuelto muy escatológica. Convivir en hostales con decenas de personas enfermas al mismo tiempo me ha quitado las vergüenzas sobre mis propias miserias. Siendo explicita, puedo contar con los dedos de la mano los días que he cagado duro en los últimos meses. El día que ocurre, le hago una fiesta a esa parte de mi que yace en el retrete. La alegría no suele durar demasiado. Pese a eso, sigo ilusionándome con los puestos callejeros y probando todo aquello que me ponen delante, sin preocuparme demasiado de qué manos viene ni como está hecho. “Lo que no mata engorda”, me decían de pequeña, como si importase lo mismo una vida humana que unos kilos extra de grasa. Aún así se me grabó su esencia: come lo que te encuentres sin preocuparte demasiado.


Los viajes también me han hecho socializar de otra manera. Antes, llegaba a los nuevos destinos ansiosa por conocer gente, conectar, escuchar otras historias. Ahora, he tenido que decir adiós tantas veces, que ya no me entusiasma. Por un lado, no me suele apetecer demasiado invertir mi tiempo en mantener conversaciones vacías solo por sentirme acompañada. Por otra, aunque amo conectar, si no me voy a quedar mucho tiempo en un lugar, se que tras la conexión vendrá la despedida. Y esa parte… Esa parte no me gusta. Abrazar a alguien que se ha convertido en amigo, quizás en familia, en una pequeña parte de ti y deciros a los ojos: “nos volveremos a ver”. Aunque la realidad es que no tienes ni idea de dónde ni cuando, ni de si eso ocurrirá. Esa no es, sin duda, de mis partes favoritas.

Tras dos meses y medio en San Cristóbal, y tras haber creado allí familia y comunidad, la partida no fue fácil. Pasé semanas retrasándola. Siempre unos días más. Miraba a las personas que ya amaba y me costaba pensar que fuese a separarme de ellas por propia decisión. Costó dar el paso pero una fuerza interior me gritaba que era hora de moverse. Me invadía la pena a días solo de pensarlo y creía que la partida iba a ser un drama. Abracé mucho antes de irme y dije muchos te quiero, pero el día de mi partida, sorprendentemente no miré atrás.


Tras una noche dando vueltas en la cama, me levanté de madrugada. Aún estaba oscuro cuando di pasos errantes hacia la ducha y metí los últimos enseres en la mochila que llevaba tanto tiempo sin cargar en mi espalda. Nadie se levantó a esas horas intempestivas. Así que solo tuve que dar un abrazo al árbol guardián de la casa.


Una caminata hasta el punto de recogida… Varias horas de trayecto hasta la frontera guatemalteca… Y el corazón roto que había pensado que cargaría en el pecho por despedirme también del país que había sido mi casa y me había dado tanto, no estaba ahí. Solo agradecimiento por esa tierra y excitación por lo que estaba por venir.

Soy una privilegiada, y he aprendido a bailar al ritmo de la vida. La salsa y la bachata aún no se me dan excesivamente bien, pero la canción de la vida, esa ya la reconozco y la sigo a un buen ritmo.


Me he dado cuenta de que tengo una virtud. Una capacidad de adaptación inmensa. La virtud de sentirme agusto en cualquier lugar. En las peores pocilgas, en los hoteles más lujosos. Caminando en las montañas, flotando en el mar o haciendo de las ciudades mis parques de atracciones. Acompañada de personas o disfrutando de soledad. En cualquier lugar del mundo, yo se crear hogar, porque cada vez soy más consciente que ese hogar habita en mi.


También he aprendido a fluir al son de los días, de la luna y del sol. Cada vez me esfuerzo menos en hacer planes y soy flexible conmigo y con la situación. Porque ya sé cómo funciona, y si intento planear puedo escuchar a la vida apuntándome con el dedo y riéndose de mí. Así que marco una dirección y le abro los brazos a los imprevistos del camino, a las casualidades, a las señales.


Por ahora estoy tremendamente feliz de haber cambiado de país, de estar escribiendo esto delante del precioso lago Atitlán, a una agradable temperatura esperando el atardecer. Este lugar me hace querer llorar por la belleza que alberga. Playas de agua dulce, volcanes rodeando la masa de agua, barcos viejos yaciendo en las orillas, embarcaderos cerca de los que las mujeres lavan a mano… Un lugar lleno de arte, y adornado de colores por los vestidos de las mujeres, que son diferentes en cada uno de los pueblos del lago. Todos con nombres de santos, todos cargados de magia… Me siento en el camino correcto, y este ha sido el lugar perfecto para darme la bienvenida de nuevo a mi vida en movimiento.


No hay ducha fría, bacteria o despedida que me haga querer alejarme aún de este estilo de vida.


Gracias a la vida y a su son y gracias a mi misma por haber aprendido a bailarlo.

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