
Se fue la luz. Estoy tumbada en la oscuridad de mi habitación metida dentro de saco de dormir. Aquí hace frio. Agradezco haberlo comprado el otro día por 10 dólares en una tienda de segunda mano. Y agradezco también no tener que estar durmiendo en el coche, o en una tienda de campaña. Esos eran los lugares que me cobijaban en la noche cuando un tiempo atrás pensaba en California. Mi apretado bolsillo no daba para pensar en pagar habitaciones compartidas de hostel a 45 dólares la noche.
Desde que llegué a EEUU tuve suerte. Aunque debo reconocer que también la tengo en la vida, o así me gusta pensar. Alguien importante para mi me regaló una moneda de la fortuna antes de marchar de México. La recibí con lágrimas y la guardé como un pequeño tesoro, haciendo fuerza dentro de mi para conseguir no perderla. Pues la verdad, yo siempre pierdo cosas. A veces más importantes y a veces menos.
Mi concepto de importante puede ser diferente que para el resto del mundo. Hace años compré un pañuelo verde oliva en el desierto de Marruecos. Tras muchos viajes a mi lado perdió consistencia, y tiene agujeros. Ese trozo de tela, que no tiene valor económico es de las reliquias más preciadas que llevo en mi mochila. Me duele perderlo, más que si perdiese 100€. Y lo pierdo unas cuantas veces al mes. A veces lo reencuentro, a veces me lo encuentran, a veces hay que salir a buscar. Ahora, en el mismo estatus que el pañuelo verde oliva, guardo una moneda.
Antes de viajar a EEUU, pensé muchas veces que no debía ir. El miedo me invadía y me preguntaba a mi misma para qué. Estaba bien en México, amaba el clima tropical, deseaba seguir bajando hacia Centro América…Aún así, sabía que había algo que quería hacer en California. Lo había imaginado desde hacía años, y me parecía casi una parada obligada estando cerca.
Cuando por fin me decidí, unos días antes de la fecha de partida compré mi billete de ida a San Francisco. Dos días después recibía un mensaje de la compañía aérea diciéndome que mi tarjeta de crédito había rechazado el pago. No sabéis lo difícil que es intentar solucionar un problema bancario estando en otro país. Resoplé, eché horas de ordenador, de escribir mails, de llamar a mis padres para que llamasen al banco, de intentar arreglarlo de mil maneras diferentes. Alguna fuerza extraña no quería que yo comprase ese billete a San Francisco.
Tras mucho esfuerzo en vano respiré profundo y me pregunté si no sería que no debía ir a USA. Si no sería que la vida me estaba mandando una señal. En ese debate interno andaba mientras me movía por el país, poniéndome en ruta de nuevo y acercándome cada vez más a Cancún, desde donde cogería el avión si al final decidía volar.
La decisión final me costó mucho debate interno y también compartido. Me hice consciente de mi miedo a la incertidumbre y decidí atravesarlo una vez más. Al final decidí volar a California unos días más tarde.
Cuando me subí al avión, un 7 de Octubre, estaba cagada de miedo. Recuerdo coger con cuidado la moneda de la suerte y apretarla con fuerza dentro de mi puño. El avión comenzaba a elevarse entre las nubes y yo focalizaba todos mis esfuerzo en pedirle a esa pequeña moneda que hiciese a la suerte caminar a mi lado.
En ese momento me preocupaba todo. El control fronterizo, si podría dormir en el aeropuerto esa noche, si conseguiría llegar al lugar correcto para coger el bus al día siguiente, si encontraría lo que había venido a buscar…
Mis miedo fueron cayendo uno a uno desde que puse mi primer pie en el nuevo país. Cruzar la frontera en Denver, donde hacía escala mi avión fue fácil, y no tardé demasiado en que una oficial de migraciones me dijese “bienvenida a los Estados Unidos”.
Cuando fui a subirme al segundo avión que me llegaría a San Francisco, las horas de viaje y el trasiego del día habían comenzado a hacer mella en mi. Estaba agotada y no podía imaginarme durmiendo en una silla por esa noche.
He dormido mucho en aeropuertos, normalmente para coger un avión al día siguiente. Nunca tuve que hacerlo por no poder permitirme pagar 100 dólares por unas horas en un hostel y un paseo en taxi. Estaba realmente preocupada por si debía pasar la noche en la parte de salidas del aeropuerto, donde no suele haber un mísero rincón tranquilo donde echarse a dormir en el suelo.
En el vuelo, me puse mi capucha y me preparé para desconectar del mundo y dormir unas horas. Pero de repente dos chicos jóvenes llegaron para sentarse a mi lado. Uno de ellos bastante borracho y con miedo a los aviones. Le cogí la mano durante el vuelo, intentando que no sintiese miedo. Porque para mi un extraño deja de ser extraño cuando está a mi lado y necesita de mi mano para sentirse mejor.
Así pasamos el rato, entre conversaciones y alguna que otra cabezadita. Cuando estábamos por aterrizar me preguntaron donde dormía y les conté cuál era mi plan. No querían ni pensar que me quedase a dormir sola en el aeropuerto, así que me ofrecieron ir con ellos a casa de su amigo, el que les iba a hospedar. Se me abrió el cielo al pensar que esa noche podría dormir bien. Al aterrizar, uno de los chicos llamó a su amigo y su amigo dijo que no, no me podía acoger. Fue una pena, pero me sentí tremendamente afortunada de que aquellas dos personas me hubiesen querido ayudar y llevarme con ellos sin apenas conocerme.
Al llegar al aeropuerto, vi que tenía suerte de nuevo. Ante mi se abría un espacio enorme de gates donde había sofás larguísimos. Supe que mi cama iba a ser esa durante aquella noche. Empecé a instalarme y a preparar mi espacio. Tenía enchufes, toallas para taparme, fuente con agua potable, baños a una distancia aceptable. Eso se merecía ponerse el pijama. Con mi pijama de flores, en el aeropuerto internacional de San Francisco, pasé mi primera noche en EEUU. Bajo luces de neón blancas y anuncios constantes por megafonía…Aún así, yo me sentía una reina. Afortunada por tener ese lugar para dormir y afortunada por ser capaz de sentir aquello como un lujo.